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Creamos en Jesucristo y amémonos unos a otros (cf. 1Jn 3,23)

Son dos amores inseparables: el amor a Dios y el amor a los demás. Amar a Dios sin amar a los hermanos y hermanas sería un sin sentido, un amor cojo, imperfecto. No podríamos demostrar que amamos a Dios ya la vez rechazar a quien tenemos al lado. En primer lugar, porque no reconoceríamos en él al hermano oa la hermana; después, porque sería un amor egoísta, vacío, interesado. Al fin y al cabo no reconoceríamos que el otro es también objeto del amor de Dios.

De palabra, todos amamos a todos, pero en la concreción, en el día a día, en la práctica, la cosa ya no está tan clara. Muchas veces fallamos en el amor a los demás porque no son tal como nosotros quisiéramos que fueran. Preferimos, más que ver en ellos a unos hombres y mujeres hechos a imagen de Dios, ver a alguien hecho a nuestra imagen, a nuestra conveniencia. Esto nos sucede individualmente en el ámbito familiar, laboral o de vecindad. ¿Cuántos conflictos salen de esta incomprensión de la realidad plural de la humanidad? Nos cuesta poco, muy poco, a veces, cortar lazos familiares o sociales si la realidad no es la que nosotros quisiéramos que fuera, y muchas veces la realidad tal y como se nos provoca frustración, o directamente rechazo. Queremos amar a los demás, ciertamente, pero a nuestro modo, no como nos pide el Señor.

Esto es cierto en el ámbito particular, y también lo es en lo social. Por eso a menudo estamos dispuestos a ayudar de palabra pero no queremos correr el riesgo de perder nuestra paz, nuestra tranquilidad, y no queremos enfangarnos en el lodo del amor. De ahí que pidamos o exigimos a los poderes públicos que en cierto modo nos limpien la conciencia, que nos hagan un trabajo que también nos corresponde a cada uno de nosotros, ya veces incluso ponemos trabas cuando existe una voluntad firme de abordar un problema y no nos complace la manera, el lugar o el momento en que se hace. Quizás lo que no nos place es que nos importunen y nos saquen de nuestra rutinaria comodidad.

Amar puede ser incómodo a veces. De hecho, si lo miramos desde una perspectiva egoísta, lo es; lo que sucede es que cuando amamos, cuando nos mueve el amor, no nos damos cuenta de la molestia, y lo hacemos con agrado, de corazón. Mientras que cuando nos sentimos incómodos, molestos, lo que ocurre es que no amamos de verdad. San Pablo lo expresa muy bien cuando escribe: «El que ama es paciente, es bondadoso; (…) todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co 13). Amar a Dios es amar a los demás.

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