Estamos cerca de la meta. Hemos atravesado el desierto cuaresmal en el que hemos sido tentados con inventar caminos, quedarnos sentados comiendo dátiles, dejarnos confundir con alucinaciones y realidades virtuales, utilizar a los demás y alejarnos del grupo para caminar a nuestro aire. Sin embargo, gracias a la gracia, nos hemos convertido (más o menos) y, siguiendo las huellas de Jesucristo, estamos en condiciones de acompañarlo en la Semana grande de nuestra fe para vivir el Misterio pascual.
Desde el principio, al ser humano se le presentó el reto de la división y el enfrentamiento, fruto no deseado del pecado. Con el pecado, siempre sucede lo mismo. Para remediarlo, el Padre nos envió a su propio Hijo quien, con su muerte, destruyó el muro que nos separaba: el odio (cf. Ef 2, 14). La Semana Santa celebra la alegría que brota de la comunión. Y lo hace principalmente el domingo de ramos con su entrada gloriosa y unánimemente aplaudida en Jerusalén y el jueves santo en la última Cena, anticipo de su entrega en la cruz en la forma de alimento y lavatorio de los pies.
La alegría de la comunión se vio frustrada, sin embargo, a causa de la traición. Atrás quedaron los vítores y agasajos, atrás los recuerdos de los grandes milagros, las curaciones, las pescas milagrosas, los paralíticos sanados. La traición se estrenó de la mano de Judas. El dinero le había corroído el corazón. El mensaje de pobreza, solidaridad y desprendimiento que Jesús le había dirigido cayó en saco roto. Al final, lo vendió por unas tristes monedas de plata. Lo abandonaron también el resto de discípulos y el pueblo llano. Al final, sólo permanecieron a su lado María, su Madre, María la Magdalena y Juan, el discípulo amado.
Nos conmueve la soledad de Jesús, nos conmueve la soledad de María. Esa misma soledad la padecen hoy muchas personas mayores, también enfermas, en aldeas perdidas y despobladas de nuestra Diócesis. Muchas, además, cargan sobre sus espaladas el dolor y hasta la vergüenza de no ser suficientemente atendidas por sus allegados, y el estigma de no poder pagar una residencia. En esta Semana Santa, hagamos el ejercicio de acompañar a Jesús solo, a María en su soledad, a los solos de nuestro mundo.
Que los escribas y fariseos querían acabar con él lo sabía y hasta lo podía esperar. Pero lo que más le entristeció fue la traición de sus discípulos. Pocas ofensas duelen tanto como la traición. Pocos pecados entristecen tanto al Señor como que utilicemos la confianza que ha puesto en nosotros para herirlo y abandonarlo. Arrepentidos lo invocamos: ¡Perdón, Señor, perdón!
Al dolor del alma se sumó enseguida el dolor de un cuerpo maltrecho, en primer lugar, por la colocación sobre su cabeza de una corona de espinas inmisericordes. El tren del dolor se detuvo en una nueva estación cuando Pilato ordenó que fuera flagelado, lo cargó con una pesada cruz y le obligó a llevarla hasta la cima del monte Calvario donde, finalmente, fue clavado en el madero.
“Mirad el árbol de la cruz”. Mirad al crucificado. En la cruz encontramos la expresión máxima del amor de Dios hacia nosotros, pero también la manifestación más vergonzosa de nuestro pecado. Contemplando a Jesús clavado en ella, nuestro ego se empequeñece, nuestros orgullos y aspiraciones quedan al descubierto, nuestros dolores se achican y la pasión de nuestros hermanos los enfermos, los pobres y los excluidos termina por vencer nuestra indiferencia.
La alegría del encuentro y la comunión se quebró por nuestra acción u omisión, pero Cristo nos ha salvado. En él, muerto y resucitado, todos nos encontramos. Participemos de su amistad y colaboremos en su misión. De este modo, como nos indica el Plan pastoral diocesano 2023-2028, haremos grande la comunidad.