La reconciliación con uno mismo es un primer paso, fundamental y necesario. Nadie podrá vivir otras “reconciliaciones” si no ha logrado aceptarse, reconciliarse consigo mismo. Es decir, acogerse a sí mismo tal cual se es, con las propias limitaciones físicas, mentales, incluso morales (los propios pecados, malas inclinaciones, vicios, etc.).
Esto no significa que podamos y debamos perdonarnos a nosotros mismos o que estemos satisfechos con lo que somos o que nos consideremos perfectos. Todo lo contrario. Lo que queremos decir es que seamos capaces de vernos tal como Dios nos ve.
Como decimos, allá en el desierto, donde no hay posible disimulo ni engaño, Dios nos ve y le podemos decir que nos preste la luz de su mirada: “Señor, has penetrado mis secretos y me conoces” (Sal 138[139],1); “haz ver a tu siervo la luz de tu mirada, por el amor que me tienes” (Sal 30[31],17). Esa mirada de Dios es clarividente, pero, a diferencia de la nuestra, que desvía los ojos ante nuestras miserias, está sostenida por su amor. Según la Carta a los Hebreos, Cristo no se avergüenza de llamarnos hermanos (Hb 2,11).
Si Él no nos desprecia, si Él, que nos conoce tal como somos, no nos rechaza, ¿cómo nos vamos a despreciarnos a nosotros mismos?
Pero esa mirada de aceptación no nos puede dejar indiferentes. Porque la mano que Dios nos tiende con amor también nos pone en movimiento. Él nos recibe tal como somos, y al mismo tiempo, con el mismo amor, nos llama a ser.
Como vemos en la creación, también en pleno camino, su vocación nos “hace ser más”, nos constituye como personas. Sabemos que somos lo que hoy somos, pero también “somos el sueño, el proyecto, la ilusión”, que Dios tiene sobre cada uno. Ese sueño de Dios sobre mí, que la teología denominaba “predestinación”, forma parte de mi ser. Soy hijo de Dios y al mismo tiempo estoy llamado a serlo. Es mi vocación fundamental.
Jesús, como hombre, Hijo de Dios llamado a ser Mesías Salvador, situado en el desierto, nos mostró que lo que era, eso mismo que era por naturaleza, constituía su vocación y su misión en la tierra. Nos enseñó que ante Dios nuestro ser señala siempre nuestra tarea.
Ahora, hoy mismo, somos llamados a redescubrir esta verdad fundamental. Porque muchas veces no avanzamos, estamos disgustados con nosotros mismos, víctimas de múltiples complejos, porque no aceptamos ni nuestro ser, ni la vocación a la que estamos llamados, sobre todo cuando intuimos que ese ser y esa vocación lleva consigo una tarea, la tarea de nuestra vida.
Nadie podrá decir que “ya estoy bien como estoy” o que “si soy así es porque Dios así me ha hecho”, o que “toda la vida luchando y no he obtenido grandes resultados, y ahora toca descansar…”. Nuestro Dios continúa señalándonos un destino, constantemente nos llama, mientras vivimos en la tierra. Siempre, aunque seamos una persona adulta, incluso un jubilado, que ya ha ejercido durante años su profesión, aunque haya ejercido de “madre, padre, abuela o abuelo y hoy no tenga ninguna obligación”, la voz de Dios sigue indicándonos una vocación.
Ahora bien, si recordamos estas verdades en pleno camino cuaresmal, es porque esa persistente vocación pide reconciliarnos con ella, asumirla, amarla, como efecto de nuestra conversión sincera a Dios que llama y merece toda nuestra confianza. Lo hará un corazón libre, cultivado en el ejercicio constante del desprendimiento, y un corazón capaz de entregarse totalmente por amor.
Es el camino de la Cuaresma.