El mes de noviembre es el mes de los difuntos, un mes que nos pone de cara a la realidad de la muerte. Una realidad que a los contemporáneos, incluso a los cristianos nos cuesta pensar en ella, porque somos un tanto alérgicos a lo que esta realidad significa pero, no obstante, aunque no sea un tema en el que nos guste pensar, es algo real, por lo que tenemos que pasar nosotros, nuestros familiares y todos nuestros seres queridos. Todos, por lo mismo, es bueno que pensemos en ello, porque para los creyentes la muerte no es el final del camino, sino un paso por el que hemos de pasar para encontrarnos con el Señor y con la vida que Él nos promete si somos capaces de vivir nuestra vida terrena desde su mensaje y su exigencia.
En la vida hay muchas cosas que nos suceden a nosotros y a las personas que queremos, sin tener la certeza de que van a suceder.
Frente a tanta incertidumbre como se da en nuestra vida, hay algo de lo que estamos completamente seguros que nos va a suceder, más pronto o más tarde: el hecho de que nuestra vida en la tierra, en un momento determinado se terminará, y llegará la muerte, la nuestra y la de nuestros seres queridos.
Eso que sabemos con plena seguridad que llegará, sin embargo, nunca tenemos la seguridad de cuándo nos va a suceder, aunque la enfermedad y la edad nos lo estén anunciando. Por eso tenemos que estar preparados porque, cuando menos lo pensemos, llega el día en que nuestra vida y la vida de las personas queridas se termina y tendremos que dar cuenta ante Dios de nuestras obras.
En este domingo anterior al domingo de Jesucristo, Rey del universo, la liturgia pone ante nosotros, con este lenguaje apocalíptico, la realidad de que estamos en los últimos tiempos. Tiempos en los que habrá grandes señales, en el sol, la luna y la estrellas, es decir, en toda la creación, señales con las que se nos anuncia que Cristo volverá en todo su esplendor, gloria y majestad para juzgar a todos según las obras que hayamos hecho en esta vida.
Este hecho nos recuerda que somos peregrinos por este mundo, pero que nuestra verdadera patria es otra.
Nos hace recordar que la vida terrena llega un día en el que se termina, pero que para el que cree, la muerte es esa puerta por la que todos hemos de entrar para pasar a la vida eterna. Porque nuestro destino no es morir, sino vivir eternamente en la otra vida después de esta.
Ser y sentirse peregrinos ha de llevarnos a vivir esta vida en la tierra sin que el barro se nos pegue a nuestros pies. Nuestra mirada debe sobrepasar las fronteras de este mundo y de esta vida terrena, para encontrarnos con la esperanza de una vida mucho más en plenitud.
Hoy nos encontramos, en nuestra sociedad, con un número de personas que quieren hacer de esta vida su paraíso y luchan por conseguir su felicidad aquí en la tierra como si después de esta vida todo se terminara; personas a las que les molesta pensar que esta vida se acaba y que todo aquello por lo que habían luchado en esta vida no sirve para la otra; personas alérgicas a plantearse y hacerse la pregunta sobre el después de esta vida terrena; personas a las que los árboles del bosque de una vida materialista y construida sobre lo material y cuyo máximo objetivo es pasarlo bien, no les deja ver la claridad que viene del otro lado del bosque, de la otra vida, que se vislumbra con esperanza y que da sentido a todo lo que ni el tener, ni el poder, ni el gozar puede darles nunca.
A todos cuantos creemos en el Señor, como nos dice el mismo Jesús, nuestro destino no es la muerte sino la vida, que aunque tengamos que morir, sin embargo, si creemos en él, nuestro destino no es la muerte, sino la vida. «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 26-27). Pero, para ello, es importante que creamos en Él y vivamos esta vida desde lo que Cristo nos pide, sabiendo que nuestro destino es la eternidad y que, cuando el Señor nos llame, nos encuentre con las manos cargadas de buenas obras.
Hemos, pues, de estar vigilantes porque sabemos el hecho, pero no sabemos cuándo va a suceder. Por eso, hemos de estar vigilantes para que, cuando el Señor nos llame, nos encuentre en vela, con las lámparas de nuestra fe encendidas y nuestra vida terrena vivida desde lo que Dios nos pide. Para que podamos unirnos a nuestros seres queridos y gozar todos juntos de la felicidad y de la bienaventuranza eterna, que Cristo promete para los que son fieles.