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¡Dejémonos atraer por la esperanza!


Estimados diocesanos, amigos y amigas:

A una sola semana de celebrar la tan esperada Navidad, con el corazón empapado por este tiempo de Adviento que nos hermana, fijamos la mirada en los ojos de la Virgen de la Esperanza (que conmemoramos el día 18 de este mes). Este detalle, nacido del amor compasivo que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz, esculpe el mensaje central del próximo Jubileo: «La esperanza no defrauda» (Rm 5, 5).

Mientras hay vida, hay esperanza, reza el viejo refranero, tan rico en ocurrencias, casualidades y desenlaces que nos llevan a una bonita providencia si, al final del renglón, adherimos al proverbio un puñado de fe. Este refrán nos anima a confiar hasta el último momento, aunque flaqueen las fuerzas, las motivaciones y las razones, y cuando parecen agotarse todas las posibilidades. Asimismo, nos alienta a preguntarnos: ¿Quién es el puerto seguro cuando todo parece resquebrajarse y sólo quedan la confianza, la fe y el amor?

«Las tempestades nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en la esperanza de la gracia, que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el pecado, el miedo y la muerte» (Spes non confundit, n. 25). Este anhelo de eternidad –descrito por el Papa Francisco–encuentra su sentido en el amor perpetuo de Dios que acompaña, consuela y purifica las cruces de cada día, y «nos transporta más allá de las pruebas» y «nos exhorta a caminar sin perder de vista la grandeza de la meta a la que hemos sido llamados, el cielo» (ibídem).

María, la Madre del consuelo, inmortaliza la importancia del cuidado de cara a una sociedad que, en demasiadas ocasiones, da la espalda al anciano, arrincona al enfermo, abandona al indigente, descuida a la víctima, desatiende al condenado o menoscaba a aquel que –merced a su carencia– no “aporta” como lo hacen quienes se creen “normales”.

Decía el Papa Benedicto XVI que el servicio de la caridad «es una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia» (motu proprio Intima Ecclesiae natura: AAS 104 (2012), 996). Dios nos ha creado para hacer el bien, para ser signos visibles e invisibles de su infinito amor, para extender por todas las naciones el bonus odor Christi. El buen aroma de Cristo es el gesto delicado, la visita a tiempo, la palabra compasiva. Es el lenguaje con que el Señor Jesús nos recuerda cuánto nos ama, por qué nos sueña en el corazón de su Madre y cómo brillan sus ojos cada vez que se ve reflejado en el resplandor de los nuestros.

El lenguaje del Señor es el del cuidado que vela rociado de esperanza. Desde este sentir, el Evangelio nos relata cómo en el más frágil y vulnerable está la prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). ¡Dejémonos atraer por la esperanza de Cristo que brota del corazón de María y contagiemos eternamente su amor!

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