En pleno mes de julio pasado nos dejó el gran creador norteamericano Bill Viola. Una pérdida considerable para quienes son sensibles a la belleza nacida de un espíritu cultivado y creador, que construye sobre la base de una mirada profunda de la existencia y con los medios más modernos, como la tecnología más avanzada de la imagen.
Mirado con ojos de creyente, era una de las escasas personas relevantes en nuestra cultura “con la que podías (debías) dialogar”. Porque, lejos de la superficialidad y de los intereses comerciales, a partir del descubrimiento de la espiritualidad (la mística oriental y San Juan de la Cruz) mantuvo siempre viva la fuente de inspiración en la profundidad de la vida humana.
Siempre hemos huido de la apología fácil y artificiosa sobre la fe y la Iglesia. Instintivamente nos produce rechazo por facilona, falta de rigor intelectual e interesada. Pero quisiéramos asumir aquella “apología” que, desde los orígenes (San Justino), la Edad Media (Sto. Tomás de Aquino, San Buenaventura), y la modernidad (K. Rahner, J. Ratzinger, H. U. von Balthasar), ha intentado mostrar los puntos de encuentro entre la fe cristiana (católica) y las realidades de la cultura humana. En general podemos decir que se trata de una “apología” que, más que “defender” la fe contra posibles ataques, busca prolongar el diálogo de Dios con los hombres revelándose a lo largo de la Historia de la Salvación. Una manera ejemplar de exponer la Verdad buscando la sintonía con las aspiraciones más profundas del espíritu humano. Una actitud que debería ser referente de nuestro ser en el mundo y nuestra tarea evangelizadora.
Resulta apasionante adentrarse en la vida y la personalidad de Bill Viola. El creyente experimenta no pocas “sintonías” con las vivencias que el artista evoca en sus obras. Su búsqueda y la expresión plástica de sus hallazgos denotan sinceridad y clarividencia ante las cuestiones realmente humanas, que la cultura media actual oculta o ignora, para desgracia del evangelizador. Y el caso es que todos los grandes conversos han atravesado en su camino el umbral del descubrimiento del “mundo del espíritu”, ese “algo más allá de lo visible y manipulable”, que para Bill Viola era tan evidente. El secreto estaba y está en ser valiente y sincero para plantearse las grandes preguntas y tratar de hallar respuestas.
Sin embargo, hay algo que nos entristece. La información que nos llega a través de la prensa y medios de comunicación se apresura a decir que él no se confesaba religioso “y menos creyente”. El motivo de nuestra tristeza no es simplemente esa confesión, que aceptamos con naturalidad y respeto, sino la urgencia que tanto él como sus informadores tienen en precisarlo.
Esto no es tan sencillo. Algo debe explicar su “Saludo” (la Visitación), su serie “Mártires” y su San Pablo, y su presencia en iglesias católicas, su “Cielo y tierra”, sobre la vida y la muerte… Nos habría gustado preguntarle qué entendía por “religioso creyente”. Porque, explicando su experiencia decisiva, el descubrimiento de lo invisible como real, dijo: “Además para mí, el paso de las ideas sobre perfección social a la idea de autoperfección constituyó un momento muy decisivo”. Quizá realmente no se sintiera religioso. Pero, para nosotros, los creyentes cristianos, ser religioso no es descubrirse a sí mismo como capaz de crear el espíritu, sino justamente aceptar y relacionarse, vincularse con el otro, salir de sí mismo amando.
Las religiones orientales y la mentalidad moderna descubren el espíritu. Pero nuestra fe descubre y cultiva el espíritu que sale de sí amando absolutamente al Amor absoluto.