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Dichoso el que crea sin haber visto

A todos nos gustaría saber cómo fue la resurrección de Jesús. Si alguien hubiera registrado aquel momento cumbre de la historia para que pudiéramos verlo, o al menos nos lo hubiera contado con detalle. Pero ningún evangelio nos dice qué pasó exactamente. Solo un escrito bastante tardío, el Evangelio de Pedro, se atreve a hablar de aquel acontecimiento:

“En la noche en que el día del Señor amaneció, mientras estaban haciendo guardia de dos en dos por turnos, los soldados oyeron una voz potente proveniente del cielo y vieron los cielos abiertos y dos jóvenes que bajaban en medio de un gran resplandor y se acercaban al sepulcro. La piedra colocada a la entrada comenzó a moverse y se hizo a un lado; el sepulcro quedó abierto y los dos jóvenes entraron dentro. Cuando los soldados vieron esto, despertaron al centurión y a los ancianos para que también ellos contemplasen aquel espectáculo. Y cuando les estaban contando lo sucedido, vieron cómo tres hombres salían del sepulcro; dos de ellos sujetaban al tercero y una cruz los seguía. Las cabezas de los dos jóvenes alcanzaron el cielo, pero la del que había sido llevado por ellos sobrepasaba los cielos. Luego oyeron una voz que gritaba desde el cielo: “¿Has predicado a los que están dormidos?”. Y desde la cruz se escuchó la respuesta: “Sí”.

Nuestros evangelios inspirados, San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan, solo se refieren al descubrimiento del sepulcro vacío y a las apariciones posteriores. Que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba era un dato que todo el mundo podía comprobar. Pedro y Juan, y seguramente otros muchos, quisieron verlo por ellos mismos. En cambio, no todos tuvieron apariciones del Resucitado: solo aquellos que convivieron con Jesús, y que habían quedado abatidos y desconcertados en los días de la pasión, comenzando por María Magdalena. Si ellos no hubieran reconocido al Crucificado resucitado, nosotros no hubiéramos tenido ni noticia.

El hecho de la resurrección se escapa a nuestro control. Es un dato de fe, de fe en Dios y también de confianza en los testigos. Así como el amor a Dios va unido al amor al prójimo, igualmente creer en Dios implica creer en el prójimo, en los apóstoles, en los padres, en los educadores, en los sacerdotes… en los testigos de lo que nosotros no hemos visto con nuestros ojos, en aquellos apóstoles que vieron lo que nosotros no podemos ver.

La desconfianza como actitud vital es el mayor obstáculo de la fe. Santo Tomás, que dudó de sus compañeros: “Si no lo veo, no lo creo”, encarna esa actitud. En nuestros días, el individualismo y la indiferencia destruyen la confianza de unos en otros. Sospechamos enseguida de los demás, pensamos si no nos estarán mintiendo, qué interés esconderán. Los maestros de la sospecha tienen hoy muchos discípulos. Pero sin confianza nuestro mundo se reduce a la mínima expresión. Lo que vemos por nosotros mismos es muy poco: nos perdemos las enseñanzas de vida de nuestros “mayores”, los puntos de vista de los que piensan diferente, la riqueza y complementariedad de los que son distintos a nosotros… Y sobre todo nos perdemos “aquello que no se ve” pero a lo que aspira nuestro corazón a tientas y para lo que estamos hecho: nos perdemos a Dios, la eternidad, el cielo. Es como perderse el infinito y quedarse solo con los números que se cuentan. ¡Cuántas operaciones no podremos hacer!

Para creer en la resurrección, tenemos que fiarnos del prójimo, no hay otro medio, así lo ha querido el Señor.

Con mi bendición,

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