El paso de Dios, el Verbo de Dios, Jesucristo, por nuestro mundo, desde la creación hasta la Ascensión, atravesando la Encarnación, la vida pública, la Muerte y Resurrección, no ha dejado el mundo igual o indiferente. Más bien al contrario, ha introducido un factor, una fuerza, un principio, que lo transforma de arriba abajo. Ha introducido el mundo nuevo, el mundo del Espíritu, la humanidad nueva, la nueva realidad, en la que todos los sueños más profundos del ser humano se cumplen.
¿Esto es verdad?, ¿se ve, se nota, se experimenta?
Sí, pero en determinadas condiciones. Lo ven, sobre todo, quienes, en ese paso de Jesucristo por nuestra historia, se han convertido a Él y han asumido su Espíritu. Ellos mismos han comenzado a creer, esperar y amar como Él y ese cambio ha afectado profundamente su mirada sobre la vida y el mundo.
Lo que les ha ocurrido es parecido a lo que pasa dentro de uno mismo, cuando llegamos a captar una verdad deslumbrante e iluminadora, o cuando hallamos una auténtica amistad, que nos facilita volver a creer en el amor, o cuando recibimos una fuerza inesperada que nos capacita para seguir dando pasos con esperanza.
Entonces, cualquiera puede decir que la vida es la misma que antes. Pero en realidad todo cambia: la mirada descubre nuevas realidades, tan “reales” o más que los hechos que la mera observación, la ciencia, el periodista o el sociólogo y todo el mundo, logran ver.
Lo extraordinario y maravilloso es que no salimos de este mundo y de esta historia visible y palpable. Es el mismo mundo e historia que compartimos con toda la humanidad. Por eso afirmamos que la mirada, que denominamos del Espíritu, descubre en todo momento el sentido profundo de las cosas, los acontecimientos o las personas, de la propia vida y de la vida de los demás.
Así, entendemos que la vida ordinaria llega a ser realmente “sacramento” para quienes tienen esa mirada nueva. Decimos “sacramento”, porque, como ocurre en los siete sacramentos, una cosa es lo que nuestros simples ojos ven y otra lo que descubren los ojos del Espíritu. Insistimos en que lo descubierto por estos ojos del Espíritu no es una imaginación, ni un ensueño, o una autogestión, sino una realidad, tan “verdadera”, como la que descubre el mero observador.
En consecuencia, es verdad aquello que escribió A. Pronzato: “Dios nos hace señas a través de lo cotidiano… Lo cotidiano se convierte en sacramento de la presencia de Dios y sacramento de tu presencia ante Dios”.
Vivimos la cotidianidad como algo tan anodino, tan monótono, tan pesado, que anhelamos romperlo y buscar evasiones en experiencias impactantes, en diversión, en vacaciones, en viajes, etc. Pero la vida cotidiana puede llegar a ser apasionante, cuando captamos con la mirada del Espíritu el gran misterio que esconde. Al captar en ella “las señales de Dios”, hasta lo más insignificante puede ser (ha de ser) ocasión de ejercitar el diálogo con Él, sus llamadas y nuestras respuestas, que da sentido a la vida. Y, en consecuencia, poner en práctica las grandes virtudes, con las cuales ponemos luz, calor y sabor a cada instante.
Vale la pena averiguar cómo esto es posible con ejemplos concretos de nuestra jornada más habitual. Quizá recuperemos la pasión por vivir en lo profundo de nuestra existencia, es decir, en la verdad.