Además del enigma que aguarda tras el velo de la muerte, los escritores lo tienen todavía más complicado: se enfrentan a la incertidumbre de qué huella dejarán sus palabras en el mundo. En el caso de José Jiménez Lozano (1930-2020) parece que la justicia divina ha inscrito su veredicto: a cuatro años de su partida su legado resplandece con una vitalidad renovada.
Se ha llevado a cabo un proceso de recuperación de sus escritos más olvidados, los publicados en la prensa durante la década de 1960. Me refiero aquí a los volúmenes Un momento deslumbrante (Ed. Renacimiento), que recoge sus crónicas del Concilio Vaticano II para El Norte de Castilla, y de Cartas de un cristiano impaciente (Ed. Verbum), cuya edición crítica ha estado a mi cargo y al del profesor José Bernardo San Juan (con un excelente prólogo de Daniel Capó, colaborador de esta casa).
Las Cartas consisten en una selección de las columnas que el escritor abulense escribió en el semanario Destino. En ellas combina conocimiento teológico con una profunda sensibilidad, ofreciendo una óptica singular sobre la relación entre fe y vida cotidiana. Despliega un torrente de gracia y erudición para tratar de tutelar la puesta en marcha de los cambios aprobados en el Concilio.
Las columnas son verdaderos ensayos que reflejan la voz personal del escritor, cuya convicción cristiana se manifiesta en cada palabra. Le preocupaba el cristianismo superficial, carente de verdadera doctrina, y le inquietaba ver al catolicismo reducido a una mera institución política. Sentía inquietud por la falta de vida espiritual genuina, así como por la prevalencia de la búsqueda de riquezas y el menosprecio hacia los más vulnerables. Para Jiménez Lozano, la verdad era una luz que iluminaba el camino de la razón.
Las Cartas ofrecen una rica fuente de reflexión, con palabras hábilmente tejidas y, ciertamente, con un destello de tristeza por un mundo que se desvanecía lentamente delante de sus ojos.