Homilía y ángelus de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI para el domingo 26 TO, A (28-9-2014)
NVulgata 1 Ps 2 E – BibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)
Textos recopilado por Gregorio Cortázar Vinuesa, OSD
(1/4) Juan Pablo II, Homilía a universitarios 18-12-1979 n. 2 (es it pt)
(2/4) Benedicto XVI, Ángelus 28-9-2008 (de hr es fr en it pt)
(3/4) Benedicto XVI, Homilía en Friburgo de Brisgovia 25-9-2011 (de es fr en it pl pt)
(4/4) Juan Pablo II, Homilía en el 250 aniversario de la canonización de san Vicente de Paúl 27-9-1987 (it):
«»Acuérdate, Señor, de tu amor» (Sal 25, 6).
Así rezamos hoy con las palabras del Salmista. El clamor a Dios, que es «rico en misericordia» (cf Ef 2, 4), impregna toda la Sagrada Escritura. El Antiguo Testamento lo transmitió al Nuevo cuando «llegó la plenitud de los tiempos» y «envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4, 4).
Entonces se realizó la plegaria del Salmista:
El Señor se acordó de su amor que existe desde siempre. En efecto, «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16). Y él, el Hijo, al hacerse hombre llenó plenamente la medida de la misericordia que es propia de Dios. Y quiso también «transferir», de algún modo, esta medida al hombre, cuando dijo en el Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7) (…).
«Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas» (Sal 25, 4) (…).
El fragmento evangélico de este domingo nos recuerda la parábola de los dos hijos que el padre quiere enviar a trabajar en la viña (cf Mt 21, 28-32).
Vicente de Paúl se parece ciertamente al hijo que cumplió la voluntad del padre, respondió con toda su vida a la llamada: «Ve… a trabajar en la viña» (Mt 21, 28); y no dejó que nadie le «llevase la delantera». Y sin embargo, merece la pena subrayar –como nos recuerdan sus biógrafos– que también él tuvo al comienzo un comportamiento en cierto modo semejante al del hijo de la parábola que primero esquivaba la cosa y solo en un segundo momento obedece.
Sin haber opuesto un «no» preciso al Padre que lo enviaba a la viña, podemos decir que, en los primeros momentos, no sintió el sacerdocio como una vocación que lo comprometía en la santidad, sino casi más bien como la ocasión para conseguir un cierto prestigio social y una posición económica digna, como escribía a su madre.
Esta limitación humana de Vicente nos hace comprender que no se nace santo. Uno se hace santo a través de un más o menos largo, fatigoso y metódico camino de conversión, de penitencia y de purificación. Hacerse santo es una dura conquista y supone un compromiso y un esfuerzo que en el fondo duran toda la vida.
Vicente se dio cuenta, en un momento determinado, de esta exigencia de la santidad puesta en nosotros por la gracia del bautismo, y con gran ardor y dedicación se consagró a ello: al ideal más bello que pueda tener un hombre en su vida (…).
Dos fueron los amores de su vida: Dios y los pobres. Pero a este respecto acierta el gran historiador de la espiritualidad cristiana, Henri Brémond, cuando afirma que «no fue el amor a los hombres lo que le llevó a la santidad, sino más bien fue la santidad la que lo hizo verdadera y eficazmente caritativo; no fueron los pobres los que le hicieron entregarse a Dios, sino al contrario, fue Dios quien le hizo entregarse a los pobres. Quien lo vea más filántropo que místico, quien no lo vea sobre todo un místico, se imagina un Vicente de Paúl que nunca existió».
Con el testimonio de su vida completamente dedicada a Cristo en los pobres y necesitados, Vicente parece hablar a los hombres de su época y a los de hoy con las mismas palabras que utiliza san Pablo en la Carta a los Filipenses, que recuerda la liturgia de hoy: «No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2, 4).
Vicente buscó verdaderamente no el propio interés, sino el de los demás, y experimentó así ese «alivio que deriva de la caridad», del cual habla san Pablo. Lo experimentó él y lo hizo experimentar a aquellos a quienes se acercó con el calor de su caridad.
¿Y cuál fue el secreto de esa vena inagotable de altruismo que ninguna forma de miseria material y moral consiguió nunca detener? El secreto nos lo revela también san Pablo cuando recomienda: «Considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2, 3).
¿Qué quiere decir? Que la verdadera caridad fraterna comporta esa humildad que sabe apreciar en los otros las cualidades que no tenemos [cf Carta ap. Novo millennio ineunte 6-1-2001 (de zh es fr hu en it lt pl pt) n. 43: Espiritualidad de comunión], y nos lleva a poner a su servicio los dones que Dios nos ha dado, escogiendo, entre esos «otros», precisamente a los menos dotados, los más necesitados, aquellos a los que las modas del tiempo no tienen en consideración. Precisamente en estos la caridad sabe descubrir tesoros escondidos. Precisamente en estos hemos de ver, con Vicente, a nuestros «patronos, señores y maestros», es decir, aquellos a quienes debemos servir.
Este planteamiento cristiano en las relaciones con el prójimo es un maravilloso factor de paz, de justicia y de unidad dentro de la familia humana. Esto era lo que hacía exultar el corazón de Pablo cuando afirmaba, también en la Carta a los Filipenses: «Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir» (Flp 2, 1-2).
En estas palabras del Apóstol está escrita toda el alma de Vicente, en ellas encontramos la raíz profunda y auténtica de su espiritualidad y de su prodigiosa generosidad: la caridad del corazón sacerdotal de Cristo, caridad por la que Dios concedió a Vicente «reproducir en sí mismo el misterio que celebraba».
Hoy recordamos el día que Vicente de Paúl fue «elevado» después de su muerte. Sí, elevado a los altares, «exaltado», inscrito en el libro de esos hombres y mujeres que la Iglesia rodea de veneración como santos, también en su liturgia.
¿Pero nos limitamos solo a ello? Las palabras del himno paulino proclaman hoy la «exaltación» de Cristo: Aquel que «se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo», aquel que «se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (cf Flp 2, 7-8). ¡Por eso Dios lo «exaltó» sobre todas las cosas! ¡Cristo, exaltado sobre todas las cosas!
Vicente de Paúl, el humilde imitador de Cristo que vivió completamente y sin reserva del contenido del Evangelio de los pobres. Vicente, inscrito (…) en el libro de los Santos de la Iglesia: «exaltado en Cristo», inscrito en el misterio de esa única exaltación; el humilde participante por toda la eternidad de ese amor que lo «mueve» todo y lo «exalta» todo, para que «Dios sea todo en todos» (cf 1Co 15, 28) por los siglos de los siglos».