DOMINGO 16-B DEL TIEMPO ORDINARIO
NVulgata 1 Ps 2 E – Concordia y ©atena Aurea (en)
(1/5) Benedicto XVI, Ángelus 22-7-2012 (de hr es fr en it pt):
«Queridos hermanos y hermanas: La Palabra de Dios de este domingo nos vuelve a proponer un tema fundamental y siempre fascinante de la Biblia: nos recuerda que Dios es el Pastor de la humanidad. Esto significa que Dios quiere para nosotros la vida, quiere guiarnos a buenos pastos, donde podamos alimentarnos y reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino que lleguemos a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es lo que desea cada padre y cada madre para sus propios hijos: el bien, la felicidad, la realización. En el Evangelio de hoy Jesús se presenta como Pastor de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Su mirada sobre la gente es una mirada por así decirlo «pastoral». Por ejemplo, en el Evangelio de este domingo se dice que, «habiendo bajado de la barca, vio una gran multitud; tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34). Jesús encarna a Dios Pastor con su modo de predicar y con sus obras, atendiendo a los enfermos y a los pecadores, a quienes están «perdidos» (cf Lc 19, 10), para conducirlos a lugar seguro, a la misericordia del Padre.
Entre las «ovejas perdidas» que Jesús llevó a salvo hay también una mujer de nombre María, originaria de la aldea de Magdala, en el lago de Galilea, y llamada por ello Magdalena. Hoy es su memoria litúrgica en el calendario de la Iglesia. Dice el evangelista Lucas que Jesús expulsó de ella siete demonios (cf Lc 8, 2), o sea, la salvó de un total sometimiento al maligno. ¿En qué consiste esta curación profunda que Dios obra mediante Jesús? Consiste en una paz verdadera, completa, fruto de la reconciliación de la persona en ella misma y en todas sus relaciones: con Dios, con los demás, con el mundo. En efecto, el maligno intenta siempre arruinar la obra de Dios, sembrando división en el corazón humano, entre cuerpo y alma, entre el hombre y Dios, en las relaciones interpersonales, sociales, internacionales, y también entre el hombre y la creación. El maligno siembra guerra; Dios crea paz. Es más, como afirma san Pablo, Cristo «es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad» (Ef 2, 14). Para llevar a cabo esta obra de reconciliación radical, Jesús, el Buen Pastor, tuvo que convertirse en Cordero, «el Cordero de Dios… que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Solo así pudo realizar la estupenda promesa del Salmo: «Sí, bondad y fidelidad me acompañan / todos los días de mi vida, / habitaré en la casa del Señor / por años sin término» (23, 6).
Queridos amigos: estas palabras nos hacen vibrar el corazón, porque expresan nuestro deseo más profundo; dicen aquello para lo que estamos hechos: la vida, la vida eterna. Son las palabras de quien, como María Magdalena, ha experimentado a Dios en la propia vida y conoce su paz. Palabras más ciertas que nunca en los labios de la Virgen María, que ya vive para siempre en los pastos del Cielo, donde la condujo el Cordero Pastor. María, Madre de Cristo nuestra paz, ruega por nosotros.
(En español)
A la luz de la Palabra de Dios proclamada este domingo, invito a todos a orar por los ministros de la Iglesia, para que, a ejemplo de Jesucristo, se entreguen con generosidad a la grey que les ha sido confiada, siendo para todos espejo de virtudes. Encomendemos este hermoso propósito a la Santísima Virgen María, y pidámosle a Ella que suscite en el corazón de los jóvenes el deseo de seguir más de cerca y de por vida a su divino Hijo, dando así testimonio constante de fidelidad y amor. Muchas gracias».
(2/5) Benedicto XVI, Ángelus 19-7-2009 (de hr es fr en it pt): «El Señor invita a los discípulos a retirarse aparte para escucharlo en la intimidad».
(3/5) San Juan Pablo II, Ángelus 23-7-2000 (de es fr en it pt):
«Amadísimos hermanos y hermanas: 1. Ayer por la tarde volví del Valle de Aosta, donde pude pasar algunos días de descanso. Tengo aún grabada en mis ojos la belleza de las montañas, de los valles, de los bosques y de los glaciares. Deseo, una vez más, dar gracias al Señor por este don; y expreso mi gratitud también a las personas que, con su disponibilidad, hicieron posible mi estancia, en verdad saludable.
Ahora me encuentro de nuevo entre vosotros, hermanos y hermanas de Castelgandolfo, a los que siempre me complace volver a ver. Esta cita dominical me brinda la ocasión de dirigiros un sincero y afectuoso saludo a cada uno: al obispo, monseñor Agostino Vallini, y a su auxiliar, monseñor Paolo Gillet, al párroco, al alcalde, a los veraneantes y a los peregrinos.
¡Gracias a todos por las atenciones y el afecto con que me acogéis siempre aquí en Castelgandolfo! Este año, debido a los compromisos del jubileo, mi estancia será más breve de lo habitual y, por eso, con mayor razón, apreciaré estas semanas que el Señor me concede pasar entre vosotros.
- En el evangelio de la liturgia de hoy, Jesús dice a los Apóstoles, que acababan de volver de una misión: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco» (Mc 6, 31). Jesús y sus discípulos, cansados por su incesante actividad en medio de la gente, sentían de vez en cuando la necesidad de un momento de calma. El evangelista narra que, de hecho, las multitudes impidieron ese deseado «retiro» (cf Mc 6, 33-34). Sin embargo, conservan su valor tanto el descanso como la exigencia de utilizar el tiempo libre para una sana distensión física y, sobre todo, espiritual.
En la sociedad actual, a menudo frenética y competitiva, en la que predomina la lógica de la producción y del lucro, a veces en perjuicio de la persona, es más necesario aún que cada uno pueda disfrutar de adecuados períodos de descanso, a fin de recuperar las energías y al mismo tiempo recobrar el justo equilibrio interior.
Es necesario utilizar sabiamente las vacaciones para que beneficien a la persona y a la familia, gracias al contacto con la naturaleza, a la tranquilidad, a la oportunidad de cultivar más la armonía familiar, a las buenas lecturas y a las sanas actividades recreativas; y sobre todo gracias a la posibilidad de dedicar más tiempo a la oración, a la contemplación y a la escucha de Dios.
- A cuantos están de vacaciones les deseo un descanso placentero y provechoso, encomendando a María, Madre solícita, especialmente a quienes estén más cansados. A la Virgen le encomiendo también a quienes, por diversos motivos, no tienen la posibilidad de dejar sus ocupaciones normales y su ambiente habitual. A todos aseguro mi recuerdo en la oración.
En español dijo: Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participáis en esta oración mariana. Que la paz de Cristo llene vuestros corazones de su presencia y os impulse a vivir con alegría todas las situaciones de vuestra vida».
(4/5) San Juan Pablo II, Homilía 21-7-1991 (it):
«En el pasado Dios nos habló a través de los profetas del antiguo Testamento. Hoy también nos sigue hablando por medio de los profetas: acabamos de escuchar la palabra del Profeta. Luego, nos ha hablado por medio de su Hijo Jesús, con las palabras que hemos escuchado en el Evangelio. También nos ha hablado por medio de su Apóstol en la carta a los Efesios. La palabra de Jesús es el culmen de la palabra que Dios nos ha dirigido a todos los que formamos su pueblo. Con esta palabra del Dios vivo, cada vez que nos reunimos, Dios nos constituye como su pueblo.
Así hacía desde el inicio, en los tiempos de los patriarcas, de Moisés y de los profetas, y sobre todo en el tiempo de Jesús y los apóstoles. Así hace también la Iglesia. Reflexionar en esta palabra de Dios que la Iglesia nos ofrece hoy, este domingo XVI del tiempo ordinario del año litúrgico, quiere decir volver a estos pasajes del Profeta, del Apóstol y de Jesús, no solo para sobrevolar la palabra de Dios, sino también para abrirse a esta palabra [cf Ángelus 20-7-1997 (es en it pt)]. Somos como la tierra, que debe abrirse a la palabra de Dios sembrada por él mismo a través de los profetas, los apóstoles y la Iglesia, y sobre todo a través de Jesús.
Esta primera parte de nuestra participación en la Eucaristía debería prolongarse, y sobre todo profundizarse, con nuestra reflexión de fe.
Ahora nos estamos preparando para la parte esencial de la Eucaristía, que es también palabra de Dios, pero sobre todo es lo que sigue a la palabra de Dios: el Verbo, que se hizo Hijo. Dios nos ha hablado por medio de su Siervo, por medio de su Hijo. Ahora, esta Palabra es el Hijo. El Hijo nos ha hablado con sus palabras. Los evangelios han recogido sus palabras; los apóstoles las han comentado; pero Jesús nos ha hablado sobre todo con su sacrificio. Nos ha hablado entregándose a sí mismo. Esta ofrenda, esta auto-donación del Hijo no se agota nunca, sino que perdura. Él mismo quiso que perdurara.
Todos sabemos muy bien lo que dijo a los Doce durante la última Cena antes de su sacrificio cruento en la cruz. En esta asamblea eucarística estamos para reproducir lo que él dijo e hizo: el don que hizo de sí, de su persona, de su cuerpo y su sangre. Debemos renovar de modo sacramental este don, tal como él mismo quiso. Es algo impresionante para todos los sacerdotes repetir las palabras de Cristo, de su consagración en el cenáculo, pero también de su consagración en la cruz.
El cenáculo es el lugar del sacramento y la cruz el lugar del sacrificio que él realizó una vez para siempre de modo irrevocable. Un sacrificio que se puede repetir sacramentalmente porque es permanente, pero que se ha de repetir solo según su voluntad. Para ello nos preparamos en estos momentos, entrando cada uno en el clima del don, de una ofrenda que se expresa también con los gestos litúrgicos de llevar el pan y el vino, signos de nuestra entrega humana.
En efecto, llevamos el fruto de nuestro trabajo, como decimos al presentar al Padre el pan y el vino de las ofrendas. Y llevamos también, como una ofrenda muy personal, todo lo que somos cada uno de nosotros. Debéis hacer a Dios este don desde lo más profundo de vuestro corazón y de vuestra vida. Solo Cristo puede recibir el don de nuestra vida; solo Dios Padre, a través de su Hijo. Así, con el ofertorio nos preparamos al sacrificio, a la transubstanciación: nos preparamos a ser «partícipes» del sacrificio único que Jesús realizó y que nos ha dejado a todos para siempre. Con este sacrificio llegamos a ser con plenitud Iglesia, asamblea del pueblo de Dios, creado, bautizado, redimido y santificado.
Así Jesús es nuestro Pastor. Hoy las lecturas de la liturgia hablan del Pastor y de los pastores. Jesús es nuestro Pastor, el Pastor único, insustituible, pero al mismo tiempo él nos llama a ser pastores. Llama a los obispos, sucesores de los apóstoles, a ser pastores de la Iglesia jerárquica, y a los sacerdotes a ser sus colaboradores; pero también llama a todos los cristianos a ser pastores: padres y madres de familia, trabajadores, empleados, intelectuales… A todos los llama a ser pastores, porque nuestra profesión es diversa, pero desde el punto de vista cristiano es solo una: nuestra profesión «cristiana». Debemos buscar el bien, la gracia y la salvación interior de nosotros mismos y de los demás, de nosotros mismos para los demás.
Reflexionemos un poco en estos profundos temas de la liturgia de este domingo. Con la profesión de fe entraremos en la profundidad del Misterio que nos ha dado la Eucaristía».
(5/5) San Juan Pablo II, Ángelus, 18-7-1982 (es it pt):
«1. La figura del Buen Pastor ocupa el centro de la liturgia de este domingo. Es una figura particularmente simpática en el Evangelio; por ello la Iglesia habla frecuentemente de ella.
Hoy lo hace, recurriendo a la parábola evangélica, pero citando antes las palabras del Salmo: «Es Yavé mi pastor; nada me falta» (Sal 23, 1).
En la liturgia renovada estas palabras las sentimos muy cercanas. Nos gusta cantarlas, comprendiendo bien el significado de la metáfora que aparece en las palabras del Salmo: «Me hace recostar en verdes pastos / y me lleva a frescas aguas. / Recrea mi alma, / me guía por las rectas sendas / por amor de su nombre» (Sal 23, 2-3).
Cantamos frecuentemente estas palabras para abrir ante el Señor toda nuestra alma y todo lo que la atormenta: «Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, / no temo mal alguno, / porque tú estás conmigo…» (Sal 23, 4).
Nuestra peregrinación terrena no es un andar errantes por caminos intransitables. Hay un Pastor que nos conduce, que quiere nuestro bien y nuestra salvación, no solo en esta vida, sino también en la eternidad: «Solo bondad y benevolencia me acompañan / todos los días de mi vida; / y moraré en la casa de Yavé / por dilatados días» (Sal 23, 6).
- La liturgia de este domingo dirige al mismo tiempo nuestra atención hacia los que el Señor llama a una especial participación en su solicitud pastoral por el hombre.
El Profeta Jeremías habla con palabras fuertes de la gran responsabilidad que tienen los pastores de cada una de las naciones.
He aquí por qué nace en nosotros, reunidos para el «Ángelus» dominical, la necesidad de rezar por los pastores de la Iglesia en el mundo.
Que el «báculo pastoral» sea un «consuelo» para todo el rebaño confiado a los pastores.
Que se realicen esas palabras proféticas que tan frecuentemente sentimos y cantamos: «Tú dispones ante mí una mesa / enfrente de mis enemigos. / Derramas el óleo sobre mi cabeza, / y mi cáliz rebosa» (Sal 23, 5).
Que se cumplan estas palabras.
Que los pastores –dignos discípulos del Buen Pastor– puedan preparar en todo el mundo «un banquete de la Palabra divina» y un «banquete eucarístico».
Que en los sacramentos, mediante la unción con los santos óleos, transmitan las «riquezas de su gracia» (cf Ef 1, 7) a cuantos están en camino hacia la patria eterna.
- Jesús, en el Evangelio de hoy, dice a los Apóstoles: «Venid, retirémonos a un lugar desierto para que descanséis un poco» (Mc 6, 31). Encomendemos a la solicitud del Buen Pastor a todos aquellos que descansan estos días, aprovechando las vacaciones del trabajo.
Recemos sobre todo al Señor por aquellos que buscan los lugares solitarios para renovarse espiritualmente. Por aquellos que –precisamente durante las vacaciones– buscan el recogimiento y hacen los ejercicios espirituales.
Que se realicen sobre ellos las promesas de la liturgia de hoy ligadas a la figura del Buen Pastor».