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Homilías de Juan Pablo II y Benedicto XVI en varios idiomas sobre Jesucristo Rey del Universo

 Homilías de Juan Pablo II y Benedicto XVI en varios idiomas sobre Jesucristo Rey del Universo

Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

(1/4) Juan Pablo II, homilía en San Pedro 26-11-1995 (it): «»Damos gracias a Dios Padre». Así escribe san Pablo en el pasaje de la carta a los Colosenses, proclamado en la liturgia de hoy. «Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 12-14).

Hoy la Iglesia da gracias al Padre por la realeza de Cristo y por su reino, en el que el hombre experimenta los frutos de la redención; reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz (cf Prefacio).

En este último domingo del año litúrgico, solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo (…), se nos invita a cantar con el salmista: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor» (Sal 122, 1-4). Por tanto: ¡Vayamos con alegría al encuentro del Señor!

La liturgia de esta solemnidad remite al Antiguo Testamento. En la primera lectura, tomada del segundo libro de Samuel, se nos presenta la figura del rey David, elegido para reinar en Israel después de Saúl. El Señor le había dicho: «Tú apacentarás a mi pueblo Israel; tú serás el caudillo de Israel» (2S 5, 2). Con ocasión de esta investidura particular se reúnen los ancianos de Israel y todo el pueblo en torno a David, el cual, delante del Señor en Hebrón, sella con ellos una alianza y es ungido como su rey.

Este acontecimiento del Antiguo Testamento también es importante para la celebración de hoy. Lo evocan las palabras escuchadas por María de Nazaret en la Anunciación, cuando el mensajero celestial predice a propósito del que sería concebido en su seno y que nacería de ella: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). Estas últimas expresiones indican la diferencia que existe entre Cristo rey y el rey David. Mientras el reino de David era temporal, pasajero, el reino de Cristo no tiene fin, es eterno, puesto que tiene origen en la eternidad y a ella conduce.

Esto se explica de modo más amplio en la carta de san Pablo a los Colosenses: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas; celestes y terrestres, visibles e invisibles…; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él» (Col 1, 15-17). Así pues, el reino de Cristo es eterno. Él es rey por su divinidad. Es rey porque es consustancial al Padre; es rey porque se hizo hombre y, como tal, conquistó el reino mediante la cruz.

El pasaje del evangelio de san Lucas que acabamos de escuchar nos conduce a esta verdad, haciéndonos testigos de la crucifixión de Jesús. Su agonía en el Calvario va acompañada por la burla de los representantes del Sanedrín, que se mofan de él diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido» (Lc 23, 35). También se burlan de él los soldados, que secundan a los miembros del Sanedrín: «Si tú eres el rey de los judíos, sálvate» (Lc 23, 37). Sus palabras se hacen eco de las de uno de los dos malhechores crucificados con él: «¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti y a nosotros» (Lc 23, 39).

Pero ante estos ultrajes y maldiciones se eleva otra voz, la de uno de los crucificados con él, conocido por la tradición como el buen ladrón. Recrimina a su compañero y se dirige a Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Por una parte, este reino es objeto de burla, mientras que por otra se convierte en el contenido de una profesión de fe y de esperanza. Y es significativo que a esta confesión Cristo responda: «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

Por tanto, Cristo crucificado tiene plena conciencia de abrir las puertas de este reino no solo al buen ladrón, sino a todos los hombres. Se trata del reino que es conquistado al precio del sacrificio de la cruz. Siendo eternamente rey, se convierte al mismo tiempo, por su condición de «primogénito de toda la creación», en rey, de manera particular, al precio del sacrificio ofrecido en la cruz.

Esto nos permite, pues, comprender las otras expresiones de la carta a los Colosenses: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1, 19-20). Cristo es rey, en primer lugar, porque es el Hijo consustancial al Padre; en segundo lugar, como hombre es rey por la cruz, en la que ha rescatado a toda la humanidad; por último, su poder real fue confirmado por su resurrección de entre los muertos.

Dios reveló su reino mediante la victoria sobre la muerte: «Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo» (Col 1, 18). Hoy damos gracias al Padre, porque nos ha hecho entrar en el reino de su Hijo amado.

¡Vayamos con alegría al encuentro del Señor! (…).

María, la Toda Santa, intercede por nosotros ante su Hijo único, para que guíe el corazón de cada uno en la realización de lo que es bueno y justo, de modo que agrademos siempre a Dios. Amén».

(2/4) Benedicto XVI, Homilía en San Pedro 21-11-2010 (ge sp fr en it po): «Esta importante festividad se sitúa en el último domingo del año litúrgico y nos presenta, al término del itinerario de la fe, el rostro regio de Cristo (…). Jesús es verdaderamente el Rey; lo es precisamente porque permaneció en la cruz, y de ese modo dio la vida por los pecadores.

En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de la cruz. Lo escarnecen, pero es también un modo de disculparse, como si dijeran: no es culpa nuestra si tú estás ahí en la cruz; es solo culpa tuya, porque, si tú fueras realmente el Hijo de Dios, el Rey de los judíos, no estarías ahí, sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por tanto, si te quedas ahí, quiere decir que tú estás equivocado y nosotros tenemos razón.

El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús  (…) atañe a todos los hombres frente a Dios, que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Solo la fe sabe reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también esta última tesela del mosaico de la vida de su Hijo; ella aún no ve todo, pero sigue confiando en Dios, repitiendo una vez más con el mismo abandono: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

Y luego está la fe del buen ladrón, una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Es decisivo el «conmigo». Sí, esto es lo que lo salva. Ciertamente, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y, a diferencia del otro malhechor y de todos los demás, que lo escarnecen, no pide a Jesús que baje de la cruz ni que lo bajen. Dice, en cambio: «Acuérdate de mí cuando entres en tu reino». Lo ve en la cruz desfigurado, irreconocible y, aun así, se encomienda a él como a un rey, es más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en la tabla encima de la cabeza de Jesús: «El rey de los judíos»: lo cree, y se encomienda. Por esto ya está en seguida en el hoy de Dios, en el paraíso, porque el paraíso es estar con Jesús, estar con Dios (…).

La Palabra de Dios (…) nos llama a estar con Jesús, como María, y no a pedirle que baje de la cruz, sino a permanecer allí con él (…). Sabemos por los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la fe de Simón Pedro y de los demás Apóstoles (…). No podían tolerar la idea de un Mesías crucificado. La «conversión» de Pedro se realiza plenamente cuando renuncia a querer «salvar» a Jesús y acepta ser salvado por él. Renuncia a querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su cruz (…).

He aquí nuestro gozo: participar, en la Iglesia, en la plenitud de Cristo mediante la obediencia de la cruz, «participar en la herencia de los santos en la luz», haber sido «trasladados» al reino del Hijo de Dios (cf Col 1, 12-13). Por esto vivimos en perenne acción de gracias, e incluso en medio de las pruebas no perdemos la alegría y la paz que Cristo nos ha dejado como prenda de su reino que ya está en medio de nosotros, que esperamos con fe y esperanza, y ya comenzamos a saborear en la caridad. Amén».

(3/4) Juan Pablo II, Ángelus 20-11-1983 (sp it): «El reino escatológico de Cristo y de Dios (cf Col 1, 13) llegará a su cumplimiento cuando el Señor sea todo en todos, después de haber aniquilado el dominio de Satanás, del pecado y de la muerte.

Sin embargo, el reino de Dios ya está presente «en misterio» dentro de la historia, y actúa en los que lo reciben. Está presente en la realidad de la Iglesia, que es sacramento de salvación y, a la vez, misterio cuyos confines solo conoce la misericordia del Padre que quiere salvar a todos [«La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la oración: dondequiera que haya un hombre que ora» (Audiencia general 14-3-1979]. La santidad de la Iglesia de aquí abajo es prefiguración de la futura plenitud del reino.

Las espléndidas expresiones de la Carta a los Colosenses, a propósito de este reino (Col 1, 13), se refieren a todos los cristianos, pero en particular a María, preservada totalmente de la opresión del mal: «Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor». Con Cristo el reino de Dios ha irrumpido en la historia, y todos los que lo han acogido se han hecho partícipes de él: «A cuantos lo recibieron, les da el poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre» (Jn 1, 12).

María, Madre de Cristo y discípula fiel de la Palabra, entró en plenitud en el reino. Toda su existencia de criatura amada por el Señor (kejaritoméne) y animada por el Espíritu, es testimonio concreto y preludio de las realidades escatológicas».

(4/4) Benedicto XVI, Homilía 25-11-2007: «Imponente fresco con tres grandes escenas: la crucifixión, la unción real de David y el himno cristológico de san Pablo» (ge sp fr en it po).

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