Homilías y ángelus para el 3º domingo del Tiempo Ordinario (26-2-2014)
Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa, OCD
NVulgata 1 Ps 2 E – BibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)
(1/3) Benedicto XVI, Ángelus 27-1-2008 (ge hr sp fr en it po).
(2/3) Benedicto XVI, Ángelus 23-1-2011: Sobre las lecturas y la unidad de los cristianos (ge hr sp fr en it po).
(3/3) Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de Santa Gala 25-1-1981 (sp it po):
«”El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal 27, 1).
Estas palabras del Salmo responsorial son, a la vez, confesión de fe y expresión de júbilo: fe en el Señor y en lo que él representa de luminoso para nuestra vida; júbilo por el hecho de que él es esta luz y esta salvación en la que podemos encontrar seguridad e impulso para nuestro camino cotidiano.
Nos podemos preguntar: ¿De qué modo es el Señor nuestra luz y nuestra salvación? Cristo se convierte para nosotros en luz y salvación a partir de nuestro bautismo, en el que se nos aplican los frutos infinitos de su bendita muerte en la cruz: entonces viene a ser “para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención” (1Co 1, 30).
Precisamente para los bautizados, conscientes de su identidad de salvados, valen en plenitud las palabras de la Carta a los Efesios: “Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 8-9).
Pero la vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es solo un hecho individual y privado. Tiene necesidad de desarrollarse a nivel comunitario e incluso público, puesto que la salvación del Señor “está preparada ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes” (Lc 2, 31-32) (…).
El Evangelio de este domingo nos manifiesta cómo Cristo se ha convertido históricamente, al comienzo de su vida pública, en la luz y en la salvación del pueblo al que ha sido enviado. Citando al profeta Isaías (9, 1), el evangelista Mateo nos dice que este pueblo “habitaba en tinieblas…, en tierra y sombras de muerte”, pero finalmente “vio una luz grande” (Mt 4, 16).
Después de que la gloria del Señor, ya en Belén, envolviera de luz a los pastores en la noche (cf Lc 2, 9), con ocasión del nacimiento de Jesús, esta es la primera vez que el Evangelio habla de una luz que se manifiesta a todos.
Efectivamente, cuando Jesús después de haber dejado Nazaret y haber sido bautizado en el Jordán, va a Cafarnaún para dar comienzo a su ministerio público, es como si se verificase un segundo nacimiento suyo, que consistía en el abandono de la vida privada y oculta, para entregarse al compromiso total e irrevocable de una vida gastada por todos, hasta el supremo sacrificio de sí. Y Jesús, en este momento, se encuentra en un ambiente de tinieblas, que cayeron nuevamente sobre Israel con motivo del encarcelamiento de Juan Bautista, el precursor.
Pero Mateo nos dice también que Jesús iluminó enseguida eficazmente a algunos hombres “mientras caminaba junto al lago de Galilea” (Mt 4, 18), es decir, en las riberas del lago de Genesaret. Se trata de la llamada a los primeros discípulos, los hermanos Simón y Andrés, y luego los otros dos hermanos Santiago y Juan, todos ellos trabajadores dedicados a la pesca. Ellos “inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron” (Mt 4, 20).
Ciertamente experimentaron la fascinación de la luz secreta que emanaba de él, y sin demora la siguieron, para iluminar con su fulgor el camino de su vida. Pero esa luz de Jesús resplandece para todos. En efecto, él se hace conocer a sus paisanos de Galilea, como anota el Evangelista, “enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo” (Mt 4, 23). Como se ve, la suya es una luz que ilumina y también caldea, porque no se limita a esclarecer las mentes, sino que interviene también para redimir situaciones de necesidad material. “Pasó haciendo el bien y curando” (Hc 10, 38).
Una de las mayores conquistas de esta luz fue la de Saulo de Tarso, el apóstol Pablo (…). Teniendo presente su propio caso personal, escribió así a los Corintios: “Porque Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo” (2Co 4, 6; cf Hc 9, 3). Y dirá que esta luz brilla particularmente sobre el rostro de Cristo crucificado, “Señor de la gloria” (1Co 2, 8), por quien el Apóstol precisamente fue enviado a predicar el Evangelio de la cruz (cf 1Co 1, 17; 2, 2).
Esto nos dice lo que es una conversión: una iluminación especial que nos hace ver de modo nuevo a Dios, a nosotros mismos y a nuestros hermanos. Así, de maneras diversas, Jesucristo se da a conocer a los distintos hombres y a las sociedades en el curso de los tiempos y en diversos lugares. Los que lo siguen, lo hacen porque han encontrado en él la luz y la salvación: “El Señor es mi luz y mi salvación”.
Y también vosotros, queridos hermanos y hermanas, ¿seguís a Cristo? ¿Lo habéis conocido verdaderamente? ¿Sabéis y estáis convencidos a fondo de que él es la luz y la salvación de nosotros y de todos? Este es un conocimiento que no se improvisa; es necesario que os ejercitéis en él cada día, en las situaciones concretas en que está colocado cada uno de vosotros. Se puede al menos, intentar llevar esta luz al propio ambiente de vida y de trabajo y dejar que ella ilumine todas las cosas a fin de mirarlo todo a través de esa luz.
Esto vale de modo particular para los enfermos y para los que sufren, puesto que, si es verdad que el dolor hunde en la oscuridad, entonces más que nunca se confirma la verdad de la gozosa confesión del Salmista: “Señor, tú eres mi lámpara; Dios mío, tú alumbras mis tinieblas” (Sal 18, 29). Y vale para todos: efectivamente, Cristo es luz y salvación de las familias, de los cónyuges, de la juventud, de los niños, y luego también de todos los que se ejercitan en diversas profesiones: para los médicos, los empleados, los obreros; cada una de estas categorías, aunque sea en modos diversos, ejercita un servicio para los otros y del conjunto resulta una sociedad bien ordenada y armoniosa. Sin embargo, para que todo esto se logre bien, sin roces o conflictos, es preciso que cada uno sepa decir al Señor con humildad y con deseo: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119, 105) (…).
Volvamos una vez más al Salmo responsorial de la Misa, para hacer un análisis profundo de su contenido. Desde las primeras palabras aprendemos que la luz y la salvación están en contraste con el temor y el terror. “El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Él me protegerá en su tienda el día del peligro” (Sal 27, 1).
Sin embargo, ¡cuánto temor pesa sobre los hombres de nuestro tiempo! (…). Pues bien, solo Cristo nos libera de todo esto y permite que nos consolemos espiritualmente, que encontremos la esperanza, que confiemos en nosotros mismos en la medida en que confiamos en él: “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 34, 6).
Juntamente con esto, como nos sugiere la segunda estrofa, nace el deseo de llegar a habitar en la casa del Señor: “Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo” (Sal 27, 4).
¿Qué quiere decir esto? Significa ante todo la condición interior del alma en la gracia santificante, mediante la cual el Espíritu Santo habita en el hombre; y significa además permanecer en la comunidad de la Iglesia y participar en su vida. En efecto, precisamente aquí se ejercita en abundancia esa “misericordia” de la que habla el Salmo (…). Aquí cada uno puede repetir con el Salmista, seguro de ser escuchado: “Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor” (Sal 25, 7).
Finalmente, estamos orientados hacia la esperanza última [cf Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1020-1065 (zh sp fr en it lt tv mg po); Audiencia general 28-6-2000 (ge sp fr en it po)], que da a toda la existencia del cristiano su plena dimensión. “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 27, 14). El cristiano es hombre de gran esperanza, y precisamente en ella se refleja esa luz y se realiza esa salvación que es Cristo. Efectivamente, él “hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes” (Sal 25, 9)».