Homilías y ángelus para el 8º domingo del Tiempo Ordinario (2-3-2014)
NVulgata 1 Ps 2 E – BibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)
Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa, O.C.D.
(1/2) Benedicto XVI, Ángelus 27-2-2011 (ge hr sp fr en it po)
(2/2) Juan Pablo II, Homilía en Bari 26-2-1984 (it):
«¿Quién es tu Dios, Nicolás? ¿Quién es tu Dios, del que tú das testimonio? (…).
Este Dios, del que nuestro Santo da testimonio, es el Bien supremo y la Fuente de todo bien. De ello habla, con su lenguaje típico, el Salmo responsorial de la liturgia de hoy:
“Solo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; solo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré” (Sal 62, 2-3) (…).
Dios es la fuente de todo bien; y por ello, en él está puesta la esperanza más profunda del hombre. Efectivamente, Dios no es solo el Bien infinito en sí mismo, sino que es el Bien para el hombre: quiere para el hombre el bien, quiere ser él mismo el Bien definitivo para el hombre. Quiere ser la “salvación” del hombre:
“Solo en Dios descansa mi alma”.
Dios es el fundamento estable e indefectible sobre el que el hombre puede construir el edificio de la propia vida y del propio destino. Por esto, el Salmista compara al Dios de la esperanza humana con un alcázar y una roca: “Él es mi roca firme, Dios es mi refugio” (Sal 62, 8).
Entre las experiencias de todo lo precario, en medio de los destinos cambiantes de la vida terrena, Dios es para el hombre un apoyo definitivo, del que saca la indispensable fuerza del espíritu.
El Dios del Salmista de la liturgia de hoy es el Dios del obispo Nicolás de Myra. Nicolás sacó de Dios su esperanza y su fuerza interior. En él encontró el apoyo para sí mismo y para la grey que le había sido confiada. Dios, fuente de todo bien, fue para Nicolás la inspiración de todo el bien que intentaba hacer a los demás en su vida. Y así precisamente lo recuerda la tradición viva de la Iglesia: “Nicolás el bienhechor”. Nicolás, que con los ojos fijos en Dios, Fuente de todo bien, hacía a todos el bien.
El Señor, del que dio testimonio con la propia vida, es el Dios de Jesucristo. Por lo tanto, el Padre solícito, que manifiesta incesantemente su paternidad para con las criaturas y, sobre todo, para con el hombre, mediante las obras de la Providencia.
Lo atestiguan las palabras de Cristo mismo en el Evangelio de hoy: “Mirad a los pájaros: no siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?… Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?… Sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6, 26. 30. 32).
Dios, que es la fuente de todo bien en la obra de la creación, es también la Providencia incesante del mundo y del hombre. Quiere continuamente que de los bienes llamados por él a la existencia participen las criaturas y en particular el hombre (…).
Desde el principio Dios ha rodeado al hombre con un amor especial. Y este amor tiene características paternas y, a la vez, maternas, como lo testimonia el profeta Isaías en la primera lectura:
“¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49, 15) [cf Benedicto XVI, Jesús de Nazaret 2007, V, 1 (pp. 173-175): ¿Es Dios también madre?].
La paternidad de Dios fue una inspiración particular para el obispo de Myra; la paternidad, pero también esta maternidad de la que habla el Profeta (…).
Él dio testimonio de la divina Providencia, no solo por el hecho de haber tenido él mismo una confianza sin límites, sino también porque se preocupó de ser la providencia para los otros. Cuidaba del prójimo como un padre y una madre y, según sus posibilidades humanas, remediaba las necesidades de ellos.
Fue, sin duda, fiel a las palabras del Divino Maestro: “Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos” (Mt 6, 34).
Como todos los testigos heroicos de la divina Providencia, fue hombre de una confianza ilimitada. Y de este modo, la divina Providencia, la Bondad paterna y, en cierto sentido, materna de Dios, encontró en él un elocuente testimonio durante toda la vida del Obispo de Myra (…).
San Nicolás está ante nosotros como ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios (cf 1Co 4, 1). Y mediante todo su servicio episcopal, mediante la administración de los misterios de Dios, se transparenta la luz más profunda del Evangelio: el reino del Dios del Amor.
Si Nicolás ha sido durante siglos un testigo tan elocuente de la divina Providencia, lo ha sido porque había elegido, a la letra, según las palabras de Cristo, el servicio a Dios mismo.
En efecto, dice Cristo: “Nadie puede estar al servicio de dos amos… No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). Nicolás eligió de modo indiviso el servicio de Dios. Y precisamente de este servicio individual tomó origen su testimonio insólito que dio del Dios del Amor, del Dios-Providencia.
Él mismo supo ser “providencia” para los otros, porque con toda su vida buscó primero el reino de Dios. Tal como lo dijo Cristo: “Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33).
A veces escuchamos con cierta desconfianza las palabras del Evangelio de hoy. ¿Puede el hombre dejar de preocuparse por la propia vida? Sin embargo, el Divino Maestro no dice: “No os preocupéis”, sino: “No os preocupéis demasiado, no os agobiéis”. No aconseja un descuido negligente, sino que señala una justa jerarquía de valores. La clave para la comprensión de todas estas comparaciones: los lirios y la hierba del campo, los pájaros del cielo, es precisamente la frase: “Sobre todo, buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura”.
La justicia del reino de Dios es un bien incomparablemente superior respecto de todo aquello por lo que el hombre puede afanarse, sirviendo al dinero.
Nicolás de Myra fue precisamente un hombre que manifestó en su vida esta solicitud prioritaria por el reino de Dios y su justicia. Todas las otras cosas le fueron dadas por añadidura para sus necesidades y para las de los demás. Él ha sido, durante siglos, un testigo muy elocuente de la divina Providencia, porque aceptó con corazón indiviso, el servicio de Dios y, juntamente con él, aceptó la jerarquía de valores que anuncia Cristo (…).
¿Acaso no nos habla el misterio de la redención muy especialmente de la divina Providencia? ¿No nos habla de que Dios “tanto amó al mundo, que le dio su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él… tenga vida eterna”? (Jn 3, 16). ¿Acaso este amor no es la medida definitiva de la Providencia, la medida principal y sobreabundante? (…). ¿Acaso no confirma el misterio de la redención la verdad de que hay que buscar primero el reino de Dios y su justicia?
Precisamente esta verdad del Evangelio, ¿acaso no está particularmente amenazada en la vida del hombre de nuestro tiempo? ¿No somos testigos de una radical transposición de la jerarquía evangélica de los valores? El servicio al dinero (en diversas formas), ¿no se enseñorea cada vez más del pensamiento, del corazón y de la voluntad del hombre, ofuscando el reino de Dios y su justicia? ¿No pierde el hombre la justa dimensión de su ser humano y de su destino, en este “servicio exclusivo” a lo que es terreno? (…).
“Descansa solo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza; solo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré” (Sal 62, 6-7). Amén».