El nombre de Jacob era muy habitual en Israel. Tenía una larga historia. Y ese nombre
fue Impuesto a uno de los hijos de Zebedeo y Salomé. Junto con su hermano Juan decidió
seguir a Jesús, cuando él los llamó a las orilas del lago de Galilea.
Los dos eran unos excelentes soñadores y bastante radicales. Por algo el Maestro solía
llamarlos Boanerges, es decir los “hijos del trueno”, que tal vez podríamos traducir como “los
atronados”.
Jacob, al que solemos llamar con la contracción de Sant-Iago, pretendía para él y para
su hermano los puestos de mayor importancia en el Reino que Jesús anunciaba. Pero el
Maestro respondió a aquella demanda preguntándoles si estaban dispuestos a beber el cáliz
que a él le estaba reservado.
Aquellos dos galileos respondieron que estaban dispuestos. Así que Jesús decidió ir
educándolos para la aceptación de aquella suerte. De hecho, los llevaba con él cuando
devolvió la vida a una niña muerta y cuando mostró su gloria en lo alto de una montaña.
Finalmente los tuvo muy cerca en aquel atardecer de oración y de agonía, allá entre los olivos.
Tenían que aprender el significado de la pregunta de Jesús. Y algo parece que
aprendieron. Jacob o Sant-Iago, hijo de Zebedeo y de Salomé, sería el primero de los Doce a
la hora de beber aquel cáliz al que se había referido Jesús. Según el libro de los Hechos de los
Apóstoles “el rey Herodes decidió arrestar a algunos miembros de la Iglesia para
maltratarlos. Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan.” (Hech 12, 1-2).
Marguerite Duras ha dicho que “cuando se tiene una cierta moral de combate y de
poder, hace falta muy poco para dejarse llevar y pasar al exceso”. Y la inmoralidad de
Herodes no tenía escrúpulos ante el exceso de la violencia.
Al celebrar la fiesta de Jacob, llamado Sant-Iago, es bueno preguntarnos si hemos
aprendido del apóstol lo que significaba el Reino anunciado por su Maestro. A dos milenios
de distancia, son muchos los que pretenden apropiarse del poder por la fuerza y demostrar su
fuerza no por la razón sino por el poder.
No queremos recordar que a Jacob y a Juan, Jesús les dejó una consigna que habría de
ser el lema de la comunidad que él soñaba: “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea
vuestro servidor”. La grandeza no radica en el tener, en el poder o en el placer. El valor del
“ser” se demuestra en el “servir”.
La grandeza de la autoridad no se mide por las razones ridiculizadas, por las voces
acalladas, por las vidas aniquiladas. No es mas grande el que aplasta a los débiles sino el que
les ayuda a vivir con dignidad.
Jacob, llamado Sant-Iago, amigo predilecto de Jesús, es un icono de la verdadera
grandeza del hombre y de la auténtica realización de sus mejores sueños.