En tiempos de confusión y de cambios culturales profundos, cuando tantos se atreven a hablar y se escuchan voces tan diferentes (y, a veces, contradictorias), algunos filósofos y teólogos, llevados unos por la necesidad de aclarar las ideas, otros para hacer la propia crítica, han tratad de responder a la pregunta sobre lo que es el corazón de nuestra fe, aquello que nos identifica y nos define. Así vieron la luz obras sobre “La esencia del cristianismo”. La pregunta está presente hoy en muchos que, sin ser teólogos ni filósofos, se la formulan de una manera espontánea, como reacción de perplejidad ante la gran diversidad de opiniones y propuestas…
El gran teólogo Romano Guardini fue uno de los que abordaron esta cuestión en la obra que lleva este mismo título: “La esencia del Cristianismo”. Su respuesta era tan verdadera como desconcertante: el cristianismo no es una idea, ni una doctrina moral sobre el amor, ni una religión que predica a Dios como Padre, ni un programa de acción transformadora… El cristianismo en su esencia, decía, es una persona, Jesucristo, su obra, su Palabra y la huella que dejó en la historia.
Es oportuno recordar hoy esta verdad por dos razones. Una, porque la celebración de Jesucristo Rey del Universo nos invita a contemplarlo resplandeciente en su gloria. Otra, porque esta contemplación es especialmente adecuada en nuestro tiempo, enfermo de miedo al futuro y falto de esperanza.
La visión de Jesucristo se presenta como punto final de la historia. A algunos puede parecer lejana. Sin embargo es todo lo contrario: si Él está al final y final glorioso, todo cambia en el presente:
– La tarea principal (única) será mantenernos unidos a Él mediante la oración, la contemplación y el seguimiento efectivo de su persona.
– En Él (mirándole y uniéndonos a Él) podemos vivir múltiples contradicciones que jalonan nuestra vida. Todo, tanto los sufrimientos y las crisis, como los momentos de gloria, positivos y gozosos, queda iluminado.
– Como Él tiene la última palabra, todo será relativo a Él, a su momento y al significado de su venida. En ello radican nuestra esperanza y la nuestra paz.
– Sólo habrá una verdad, que regirá nuestra vida actual: seguirle en todo, mirarle y amarle solo a Él. Encontrarle cada día allí donde quiere ser hallado: su Palabra, los sacramentos y la vida misma, discerniendo su presencia y su voluntad en todo momento, en personas y acontecimientos.
– Mientras le seguimos le haremos presente ya hoy. Como atrayendo el futuro definitivo al mundo presente, como haciendo que cada instante sea un “instante definitivo”, momento en que vivimos esa verdad que nada ni nadie podrá vencer ni destruir.
El triunfo glorioso de Cristo nos libera de todo temor y nos permite sostener una vida esperanzada, pase lo que pase. Pero, además, nos abre a una forma de ser en la Iglesia y en el mundo, que “empuja” la historia hacia Él, sin dejarnos seducir por espejismos ni sucedáneos de dioses, iluminamos y trabajamos en libertad, creemos y obramos esa fe en el amor concreto. En medio de la desolación producida por la DANA, es urgente contemplarle a Él, que sufrió y ya está en la gloria: desde allí nos llama.
Concluimos la Plegaria Eucarística con un solemne “Amén”, tras haber evocado la obra de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Igualmente nuestras oraciones más cotidianas. Este “Amén” está impregnado de fe, de amor agradecido y de esperanza: así ha sido, así es y así será.
Gloria a Dios por los siglos.