Jesús había comenzado la vida pública y había comenzado a cumplir la misión con la que el Padre lo había enviado: predicar el Reino a los hombres y mujeres de este mundo.
Jesús recorría las ciudades y fue a Cafarnaúm. Como era su costumbre los sábados, entro en la sinagoga a enseñar y la gente que le oía quedaba asombrada porque su manera de enseñar era distinta de como lo hacían los maestros de la Ley judía. Él enseñaba con autoridad, de tal manera que su palabra tiene poder hasta para mandar a los espíritus inmundos y ellos le obedecen.
Su autoridad venía demostrada por sus obras y su poder, algo que los maestros de la ley no tenían, pero él tenia poder para someter incluso a los demonios. Su palabra viene corroborada por sus obras.
Esto llamaba la atención de los que lo escuchaban y llama también nuestra atención, hoy especialmente, cuando estamos viviendo en un mundo y en un ambiente en el que tantas veces las palabras y los discursos son discursos vacíos. Hablamos y hablamos de determinadas realidades y después nuestras obras van por otros caminos.
Nos tenemos por seguidores de Jesús y así lo expresamos, pero muchas veces nuestras obras y nuestro estilo de vida van por otros derroteros muy distintos de los del discipulado de Jesús. Por eso nuestras palabras no convencen a nadie, exigimos a los demás unas actitudes que nosotros no tenemos ni vivimos.
Por eso, ante la autoridad de Jesús que nace de sus obras y de las obras que hace, vemos lo real que es aquel refrán castellano de que «obras son amores y no buenas razones». Las obras, la manera de vivir que tenemos, corroboran la verdad de nuestras palabras y lo que nos da autoridad de cara a los demás, porque si decimos unas cosas y hacemos otras, nuestras palabras carecen de autenticidad.
Esto creemos firmemente que es así, que la autoridad nos la da la verdad y la autenticidad y no el contraste entre lo que hacemos y lo que decimos. Por ejemplo, en los políticos, a los que tantas veces vemos diciendo unas cosas y viviendo lo contrario, también tenemos que aplicárnoslo a nosotros mismos y darnos cuenta de que, si queremos convencer, nuestras obras deben ir en sintonía con nuestras palabras, porque si hay contraste entre lo que decimos y lo que hacemos nuestras palabras carecen de valor.
A nivel cristiano y como creyentes en Jesús se nos pide la misma congruencia y autenticidad. No podemos decir que somos cristianos y luego que Dios sea el gran desconocido en nuestra vida y el gran ignorado, de tal manera que no nos acordamos casi para nada de él, o no nos preguntamos cómo deberíamos actuar para ser de verdad seguidores auténticos de Jesús.
Nuestra palabra debe estar corroborada con nuestra vida, con nuestras acciones, de ahí la gran importancia que tiene el testimonio de vida a todos los niveles, pero especialmente a nivel cristiano y creyente.
Nuestro mundo y nosotros mismos como parte de él creemos más y mejor a quien vemos que hace lo que dice que al que habla mucho y luego vive al margen de lo que dice.
San Juan Pablo II decía, hablando de la importancia del testimonio cristiano: «El único evangelio que los hombres y mujeres de nuestro mundo van a leer es el testimonio que demos los cristianos».
Fijemos nuestra atención en Jesús, que asombraba a la gente con las palabras que salían de su boca, porque hablaba con autoridad, es decir, con congruencia, con autenticidad y, por eso, sus obras confirmaban sus palabras.