Por fray Gregorio Cortázar Vinuesa
I. EL CARISMA DE PEDRO SE PERPETÚA
Juan Pablo II, Discurso al encuentro organizado por Taizé 30-12-1980 (sp it po): «No fue a Juan, el gran contemplativo, ni a Pablo, el incomparable teólogo y predicador, a quien Cristo dio la tarea de fortalecer a los otros apóstoles, sus hermanos (cf Lc 22, 31-32), de apacentar a los corderos y a las ovejas (cf Jn 21, 15-17), sino solo a Pedro… El carisma de san Pedro pasó a sus sucesores».
II. RECEPCIÓN DEL CARISMA DE PEDRO
Excepcional confidencia de Pablo VI
Audiencia general 21-6-1972 (it): «Nos es hoy obligado excepcionalmente, ya que nos impulsan tantas pruebas de devoción y de afecto, deciros una palabra sobre algo que nos afecta personalmente, que es el aniversario de nuestra elección para Obispo de Roma, y por ello mismo para la sucesión del apóstol Pedro en esta su cátedra, a la que está confiada, con el cuidado pastoral de la urbe, el de la Iglesia católica extendida por todo el Orbe.
No es ciertamente para hacer un discurso sobre tema tan importante y grave, y mucho menos para narraros la historia, por otra parte muy sencilla y breve y conocida de todos, de este acontecimiento, sino solamente para recordar algunas impresiones, entre las muchas que se grabaron en nuestro espíritu, sobre aquel hecho y útiles acaso para el consuelo de la Iglesia, tan pródiga hacia Nos, en esta conmemoración anual, de su bondad y de su piedad. Nos parecería, en efecto, ingratitud hacia el Señor y descortesía hacia los hermanos ahogar en absoluto silencio los sentimientos que embargan nuestro espíritu en el día de hoy.
Fue un día como hoy, hace ahora nueve años, y justamente en esta hora poco antes del mediodía, en la capilla Sixtina, cuando se realizó la elección de nuestra humilde persona para la sede del Papado Romano, y de este modo éramos apartado de otro gravísimo y elevadísimo oficio, el de arzobispo de Milán, la sede episcopal que fue de los santos Ambrosio y Carlos y de los siervos de Dios los cardenales Andrea Ferrari e Ildefonso Schuster, y éramos llamado, en esta romana sede apostólica, a suceder al siervo de Dios el Papa Juan XXIII, siempre llorado y amado.
No haremos comentario alguno de circunstancias; cada uno, si quiere, puede hacerlo fácilmente por su cuenta, recordando el hecho en la perspectiva del marco histórico y espiritual de entonces: baste recordar que el Concilio había celebrado apenas su primera y no fácil sesión, infundiendo en los espíritus de todos, en la Iglesia y en el mundo, grandes esperanzas y vivos fermentos.
Digamos solamente, con toda sencillez, una impresión nuestra relativa a aquella jornada y todavía presente en nuestro ánimo. Nos pareció entonces sentirnos abrumado por el juego, mecánico o misterioso, de un acontecimiento extraño y superior a nuestra voluntad.
Jamás deseamos, en modo alguno, y mucho menos favorecimos nuestra elección, lo que se nos creerá fácilmente. Más bien, nuestro anterior servicio humilde y ampliamente prestado bajo las órdenes del Papa Pío XI, de grande y venerable memoria, y, después, de otro venerable siervo de Dios, el Papa Pío XII, nos había instruido demasiado sobre la enorme multitud de deberes, de dificultades, de necesidades que las llaves de San Pedro llevan consigo, como para que Nos no tuviésemos la conciencia de la preparación necesaria para un oficio tan formidable y no conociésemos nuestra carencia de los carismas adecuados para un ministerio tan difícil.
En algunas notas personales nuestras escribimos a este respecto: «Acaso el Señor me ha llamado a este servicio no ya porque yo tenga alguna aptitud o para que gobierne y salve a la Iglesia de sus presentes dificultades, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede bien claro que él, no otros, la guía y la salva».
Os confiamos este sentimiento nuestro no ciertamente para hacer acto público, y por ello vanidoso, de humildad, sino para que a vosotros también os sea dado gozar la tranquilidad que experimentamos Nos mismo pensando que no es nuestra mano la que está dirigiendo el timón de la barca de Pedro, sino más bien aquella invisible, pero fuerte y amorosa, del Señor Jesús. Y desearíamos por ello que también en vosotros, como en toda la Iglesia, turbada acaso por las debilidades que la afligen, prevaleciese el sentimiento evangélico de fe-confianza, pedido por Cristo a sus discípulos, y que jamás el temor o el desaliento fuesen capaces de entristecer el ardor y el gozo del obrar cristiano.
En lo que a Nos concierne, seguimos repitiendo en el corazón la palabra que otro gran Papa, León I, inserta en uno de sus clásicos sermones pronunciados justamente en la celebración anual de su elevación al Pontificado: «Dará la fuerza quien ha conferido la dignidad» (Serm. II PL 54, 143).
A propósito de dignidad, experimentamos otra impresión cuando, tras la famosa fumata blanca, nos sentimos rodeado de toda clase de homenajes, y tuvimos cierta conciencia, con peligro de vértigo, de la altura de nuestra función apostólica, e inmediatamente el conocimiento de la separación que podía derivarse de ella, para nuestra modesta persona y también para nuestro extenso ministerio, de las personas queridas, de nuestros amigos y, especialmente, del pueblo, para cuyo bien espiritual éramos investido de la sublime y excepcional dignidad de Vicario de Cristo. La escala jerárquica puede acaso constituir entonces una distancia entre el elegido y la comunidad y producir conciencia de privilegio.
Nos, evocando aquella jornada (como aquella otra, por otra parte, de nuestra entrada oficial en Milán, al lado del honorable alcalde, el magnífico y buenísimo profesor Virgilio Ferrari), debemos dar gracias al Señor por haber sido invadido interiormente por un sentimiento de inmensa simpatía hacia aquellos para cuyo servicio éramos elegido; advertimos en lo íntimo del corazón nuestra nueva definición: «Siervo de los siervos de Dios», con todas las sabias exhortaciones pastorales de otro predecesor nuestro, lejano en el tiempo y próximo en el magisterio, san Gregorio Magno.
Pero, incluso más que sobre él, nos pareció vibrante y profunda la voz misma de Cristo: «¿Me amas más que estos?».He aquí el verdadero privilegio del Papa: «¿Me amas tú, Simón Pedro, hijo de Juan, más que los demás?»: ¡Apacienta! ¡Sé Pastor! (cf Jn 21, 15).
Autoridad y caridad se convertían, como en visión interior, en una sola cosa, una cosa tan grande capaz de ampliarse hasta los confines del mundo y extenderse a todas las necesidades de la humanidad; comprendimos en un momento la misión social de la Santa Sede. Una cosa tan verdadera como para intuir su esencia final y secreta: la unidad de la Iglesia y también, en cierto sentido, del mundo, del modo que en la hora suprema de su vida en el tiempo Jesús había deseado hablando extáticamente al Padre: «Que todos sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17, 11. 21-22).
Nos comprendimos entonces la paradoja que todavía constituye un obstáculo para la consumación del ecumenismo: el primado de Pedro. Dicho primado no es el espectro repelente de la unidad, sino el faro que debe guiar a la unidad, para hacer de la cristiandad dividida un solo Pueblo de Dios (cf Ef 4, 3-7). Ese es, y todavía lo pensamos, nuestro sueño, o mejor, nuestra esperanza.
Muchas y muchas otras cosas, como podéis imaginar, afluyeron entonces como torrentes en nuestro corazón, para hacerle sentir la necesidad de estar fundado en la virtud de Dios más que apoyado en la arena terrena, y la necesidad, hermanos e hijos queridísimos, de la ayuda de vuestra comunión y de vuestra plegaria.
Que os sea estímulo y premio de ello nuestra bendición apostólica».
III. GRATITUD A DIOS
Pablo VI, Audiencia general 11-1-1967 (it): «A quienes han sufrido vicisitudes espirituales de todo tipo para llegar a la certeza objetiva de la fe, el encuentro con el Magisterio eclesiástico proporciona, efectivamente, un sentimiento de gratitud a Dios, a Cristo, por haber confiado su saludable mensaje a un órgano infalible y vivo, a un servicio cualificado».
Juan Pablo II, Homilía a la Conferencia Episcopal Italiana 15-5-1979 (sp fr en it po): «»Confirma» (Lc 22, 32) significa «refuerza», «vuelve más fuerte»; pero significa también esto: ayuda a encontrar de nuevo las fuentes de esta energía… Y este «confirma» se apoya para todos nosotros… en el «confía» (Mt 9, 2) y en el «confiad» (Jn 16, 33) evangélicos. Es necesario confiar en Cristo, es necesario fiarse de Cristo, que ha vencido por medio de la Cruz… Oremos a su Madre Santísima para que nos enseñe a tener siempre esta confianza sin límite».
Pablo VI, Homilía 29-6-1973 (it): «Conocéis esta intención manifestada por Jesús durante su última cena: «¡Confirma a tus hermanos!» (Lc 22, 32). Nuestra humilde y débil persona… está precisamente encargada de transmitiros el don de fuerza, de constancia, de certeza, de sangre fría, de intrepidez… La firmeza… es el escudo que ha de protegernos contra nuestras flaquezas interiores y contra la confusión ideológica del mundo que nos rodea… La firmeza en la fe… es el carisma que Pedro ha sido encargado de transmitir».