Estimadas y estimados, hoy es Domingo de Ramos y nos disponemos a acompañar a Jesús en su entrada en Jerusalén. Mientras esperamos con entusiasmo agitar palmas y palmones para aclamar al Rey de los reyes, leeremos el episodio que introduce la estancia del Maestro en la capital judía de la época.
Este mismo Domingo, todavía con cierta exaltación, entraremos en la iglesia para celebrar la Eucaristía. Reunidos en asamblea santa, escucharemos atentamente el relato de la pasión según el evangelista San Marcos. Notaremos como empieza el juego de paradojas; un juego que nos acompañará durante toda esta Santa Semana.
En efecto, San Marcos nos ofrece un relato sobrio y austero que quiere centrarse en la profunda experiencia de fe de Jesús, y nos lo presenta extremadamente humano y extremadamente débil, y, también, por eso, más próximo a nosotros. Así, la entrada triunfal y alegre se va convirtiendo en un camino de serias dificultades y de oposición frontal contra el Maestro. Ya no se habla de las multitudes que lo aclaman y lo bendicen, sino de la crudeza de su pasión, que nos introduce en el misterio profundo e intenso de estos días santos.
Sería engañoso pensar que los contrastes que encontraremos son contradicciones. No es así. Tendremos que aprender a dejarnos desconcertar por un Dios que desmonta nuestros pensamientos puramente mundanos; a dejarnos sorprender por un mundo nuevo, cambiado, un mundo donde Dios se revela a través de la paradoja.
Veámoslo. Jesús, en Getsemaní, se siente abatido y angustiado; pero es precisamente aquí, donde él da su sí definitivo al Padre, venciendo sus miedos gracias a una confianza que serena y da fuerzas. Jesús tiene que sufrir viendo como sus discípulos quedan confundidos y desorientados, hasta el punto de negarlo y abandonarlo; pero, en cambio, es a ellos a quienes confesará el secreto de su intimidad en la última cena. Jesús tiene que escuchar las calumnias y malas interpretaciones de quienes lo acusan falsamente; pero no usa su palabra para defenderse, sino que la reserva para revelarnos el Reino. Jesús tiene que soportar como su pueblo, al que se ha entregado con cuerpo y alma curándolo de toda lacra, prefiere ahora la liberación del asesino Barrabás; y aun así es para reunir a este pueblo que se entrega. Jesús en la cruz tiene que sentir como lo injurian, como los grandes sacerdotes y los maestros de la Ley le piden señales y prodigios; mientras él, en su predicación, siempre ha enseñado que la autoridad de Dios consiste en amar y servir. Jesús experimenta el abandono del Padre, a quien siempre se había abandonado; y no deja de saber que el amor auténtico se sella en el absurdo más penetrante.
Cada movimiento, cada expresión, cada silencio de Jesús es una catequesis de vida que nunca acabamos de profundizar ni de alcanzar. Pidámosle, pues, a Dios, en estos días de la pasión de su Hijo, que nos quiera revelar el secreto de los más pequeños, porque, como dice san Pablo: «Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Co 1,25).