Hace cuarenta días celebrábamos la fiesta de la Navidad, el nacimiento de Jesús. Las familias judías, a los cuarenta días del nacimiento de un hijo primogénito, se acercaban al templo de Jerusalén para presentar a Dios el don de esa vida nueva que había sido recibida. Era el cumplimiento de una ley mosaica que expresaba el señorío de Dios y el reconocimiento de que la vida es un don, una misión y una entrega.
Desde hace veintiocho años, la Iglesia católica celebra en este día la Jornada de la Vida Consagrada. Es una fecha en la que damos gracias a Dios por el don de tantos consagrados, hombres y mujeres, como están presentes en nuestra Iglesia, especialmente en nuestra diócesis de Mondoñedo-Ferrol. Ellos han descubierto que la vida que no se entrega se pierde y han consagrado toda su existencia al Señor y a los hermanos. Ellos quieren, como la candela que este día se entrega, iluminar con su vida la oscuridad de nuestro mundo.
Para ello, siguen diferentes carismas con los que el Espíritu ha ido alentando y enriqueciendo nuestra Iglesia, concediéndole así lo que más necesitaba en cada momento. Su buen hacer está presente en el mundo de la enseñanza, de la acción social, de la infancia y la juventud, de los mayores y enfermos, de la educación y la vida parroquial… En este día, oramos con todos los religiosos y religiosas y seguimos pidiendo para que haya niños y jóvenes que descubran la belleza de sentirse llamados a la vida consagrada.
Es cierto que la vida religiosa atraviesa hoy un desierto en las Iglesias europeas. Tenemos comunidades más pequeñas y envejecidas. Ello ha provocado que, durante estos últimos años, en nuestra diócesis hayamos tenido que despedir algunas presencias significativas que permanecen en nuestro recuerdo. También en otras latitudes se han dado en su seno faltas graves, por las que no nos cansaremos de pedir perdón, reiterando al mismo tiempo nuestra voluntad de reparar integralmente a quien ha sido herido.
Pero la vida consagrada hoy sigue siendo necesaria en nuestro mundo y, me atrevería a decir, también especialmente buscada. Y lo es en la medida en que encarne una necesaria dialéctica que es connatural a su propia vocación y misión. Los consagrados están llamados a conjugar, más que nadie, la dialéctica evangélica de “estar en el mundo, sin ser del mundo”. En ese sentido, los consagrados han de ser tan iguales a los demás hombres que propicien el encuentro con todos, para que todos se sientan acogidos y abrazados. Pero, al mismo tiempo, han de ser tan diferentes de todos que brille con luz propia la alternativa de vida que encarnan y la profecía de la que son portadores. Igualdad y profecía, he aquí una tensión no siempre fácil de conjugar.
Y, sin embargo, los jóvenes de nuestro mundo quizás es lo que buscan. En una sociedad profundamente individualista, donde aflora el drama de la soledad, ellos buscan referentes cercanos que les entiendan y comprendan, que les acojan y acepten, pero que, a la vez, les interpelen y eleven, les provoquen y les hagan volar. Esa es la esencia de la vida consagrada.
Así se cumplirá lo que dice el profeta Ezequiel: “Tú les servirás de señal y reconocerán que yo
soy el Señor”.
Gracias, queridos consagrados y consagradas, por vuestra presencia entre nosotros. Nos hace mucho bien. Seguid permaneciendo fieles a vuestro sí, a vuestro “hágase”. Seguid iluminando con vuestra vida comunitaria la oscuridad de nuestro mundo.
Vuestro hermano y amigo.