Decíamos que el Adviento requería un silencio, un silencio propio de la expectación, que venía a reflejarse en la quietud del desierto de Juan Bautista. Pero justamente aquí se encuentra el primer fruto del silencio: es lo que hace posible aquello verdaderamente importante, escuchar la voz profética, “Yo soy la voz que grita en el desierto, allanad el camino del Señor” (Jn 1,23).
Estas palabras ya se habían oído en el profeta Isaías, aunque el texto del profeta decía algo distinto: “Hablad al corazón de Israel… Una voz clama, ‘en el desierto abrid un camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios; que todo valle sea elevado y todo monte rebajado…’” (40,3-4).
Estamos en el desierto, el que se da en la vida cuando hay un silencio de muerte o cuando el ruido ensordece; y en él se oye la voz invitando a trazar el camino, allanar una calzada por donde ha de venir el Señor (como rey victorioso). El profeta más auténtico es el que llega a identificarse con su misión: “soy la voz”.
No la palabra, dirá San Agustín, sino la voz que sirve a la Palabra.
Aunque resulte extraño, estos mensajes, con sus evocadoras imágenes, nos remiten a una figura, que comparte con el Bautista más rasgos de lo que parece: Ana Frank y su Diario (1944-1945) en medio del estruendo de las bombas de la guerra sobre Ámsterdam. ¿No era la suya una voz profética, saturada de esperanza, en medio del desierto de inhumanidad, persecución, hambre, opresión y muerte?
El testimonio de la joven Ana viene a ser esa voz que clama. Por una parte, el sentimiento de impotencia ante el acoso policial, las noticias de masacres, la dificultad de una existencia encerrada, el dolor ante la muerte de una amiga; por otra el descubrimiento del “desierto dentro de ella”, sus propias incoherencias, el creerse centro del universo, la necesidad de comprender su propia evolución física y psíquica, su afectividad desbordante, es todo un terreno para descubrir a Dios vinculado al sufrimiento de la humanidad. Desde ese descubrimiento comienza a amar, asumir la necesidad de amar y ser amada, la captación de la belleza de Dios en la naturaleza (imaginada), la virtud de la esperanza que da a toda esperanza “la certeza de eternidad”… Deja constancia en su Diario de una firme convicción, que sostuvo hasta el final, cuando el 4 de agosto de 1944 ella con su familia es conducida a los campos de Birkenau, Westerbork, Auschwitz i Bergen-Belsen:
“Decididamente mi vida ha cambiado… Dios no me ha abandonado y no me abandonará jamás” (Journal, 231)
Hay miles de voces del Adviento. Todas son realmente proféticas. Son verdaderas llamadas que según Dios esperan respuesta. La vocación en Adviento tiene esta riqueza: consiste en llamadas que escuchamos en el presente, aunque nos inviten a mirar y caminar hacia el futuro.
Esas voces nos aseguran que mañana, pase lo que pase, Dios seguirá acercándose a mi vida para encontrarse conmigo y en ella hacer morada. Discernir estas llamadas en medio de tanto ruido, acogerlas y responder es hoy nuestra tarea.