La historia de toda vocación es la historia de una misión que comienza con una llamada de Dios y continúa con la respuesta que corresponde al hombre. Así lo encontramos siempre en las escenas vocacionales descritas en la Sagrada Escritura. Y así continúa a lo largo de la historia de la Iglesia en todas las vocaciones. Las palabras de Jesús a los apóstoles, «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), reflejan esa primacía de la iniciativa de Dios en la vocación.
No es extraño que nos sintamos pequeños, incapaces e indignos ante la misión encomendada; no es extraño que afloren los temores, ansiedades y confusiones. De sobra sabemos que no somos superhéroes de Marvel, ni podemos domesticar dragones como en las series de ficción. Ante Dios no vale el postureo, y al escuchar la llamada, podemos ignorarle y “dejarle en visto”, como ocurre en las aplicaciones de mensajería, pero a riesgo de no llegar nunca a ser felices. Es cierto que a veces cuesta percibir la llamada, y nos quedamos a oscuras, como perdidos, sin saber por qué camino seguir. Pero, que no cunda el pánico: no somos los primeros en buscar y escuchar la vocación a la que Dios nos llama. Y por eso podemos aprender de quienes han hecho este camino antes que nosotros. No hay que ignorar el ejemplo de los creyentes que nos han precedido, solo porque nuestra sociedad sea diferente de la suya, o porque los tiempos hayan cambiado.
Un caso emblemático es la llamada al profeta Jeremías (cf. Jer 1, 4-19), que no se ve capaz de llevar a cabo la misión porque es muy consciente de sus limitaciones, de su fragilidad personal; pero a pesar de los miedos, con la ayuda de Dios superará las dificultades y se entregará a la misión con confianza y alegría. Dios llama a todos los bautizados a ser sus profetas, y tal como insiste el papa Francisco, tiene un sueño para cada uno, conforme a su edad y situación personal, a sus capacidades, a sus virtudes y defectos, a su forma de ser. En la Sagrada Escritura encontramos siempre respuestas a nuestras inquietudes y miedos, a cualquier situación existencial. ¿Para qué crees que tienes los talentos que Dios te ha dado? ¿Para enterrarlos, o para hacerlos fructificar a gloria suya y al servicio de los hermanos a través de una vocación concreta?
Nos inspira el Evangelio y las vidas de los santos. Recordemos, por ejemplo, a santa Teresa del Niño Jesús, una santa joven a quien el papa Francisco ha dedicado una exhortación apostólica. Una joven que, a pesar de su dulzura y su alma de niña, era también enérgica, decidida, y, sobre todo, enormemente generosa y valiente. Porque los santos no suelen ser pusilánimes, ni remilgados, incluso aunque tengan formas suaves a la hora de expresarse y de tratar a los demás. Ser personas de carácter no es lo mismo que tener mal carácter. Y los santos, por lo general, tenían un carácter fuerte, que se reflejaba en su decisión y compromiso para seguir la llamada de Dios.
Afirma el Papa sobre esta actitud en la joven Teresa del Niño Jesús: «Es la confianza la que nos lleva al Amor y así nos libera del temor, es la confianza la que nos ayuda a quitar la mirada de nosotros mismos, es la confianza la que nos permite poner en las manos de Dios lo que solo Él puede hacer. Esto nos deja un inmenso caudal de amor y de energías disponibles para buscar el bien de los hermanos. Y así, en medio del sufrimiento de sus últimos días, Teresita podía decir: «Sólo cuento ya con el amor». Al final sólo cuenta el amor».