Queridos hermanos y hermanas:
Iniciamos un nuevo curso pastoral, comenzamos una travesía en la búsqueda de una entrega mejor y ponemos nuestro corazón en guardia para no sucumbir a la incertidumbre que provoca volver a empezar.
Recomenzar significa ponerse en camino, bregar todas las noches sin esperar una pesca abundante, pero llenos de una gran esperanza, reuniendo todas las fuerzas posibles para vivir –como Pueblo de Dios– el misterio de Cristo en la historia.
Acogemos esta invitación que el Señor nos ofrece un curso más, con el texto lucano de la pesca milagrosa (cf. Lc 5, 1-11) que palpita en nuestros corazones y los invita a derramarse con decisión en la tarea preciosa de evangelizar.
«Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca», le pide el Señor a Simón Pedro, con la confianza de que su mandato cumplirá el milagro que los ojos de los apóstoles desean. Simón Pedro, cansado de una pesca que esa noche no dio fruto, obedece la petición de Jesús, aun teniendo el corazón cargado de miedos y vacilaciones: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes».
Al final, «hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse», tal y como relata la Palabra. Porque nadie le gana al Señor en generosidad, ni tampoco al apóstol Pedro en obediencia confiada, pues era un pescador experto que conocía como nadie el mar de Galilea y, aun sintiéndose rendido esa noche por no hacerse con un solo pez, se fió de Jesús y se dejó hacer como Él lo deseaba. Y la noche se iluminó de la luz del amor y la esperanza.
¿Qué nos enseña la Escritura, por medio de este Evangelio? Que la misericordia de Cristo, cuando el terreno se muestre pedregoso y el mar en tempestad, es capaz de precipitar absolutamente todo y que lo que parece imposible, no lo es para Dios (cf. Lc 1, 37).
Es el tiempo de la fe, de la esperanza que no defrauda, de echar las redes con la confianza ciega de que volverán cargadas de los sueños que Dios imagina para nosotros. Y aunque a veces nos sintamos como Pedro y no seamos capaces de ver los frutos, la bondad de Cristo nos invita, en este nuevo curso pastoral, a volver a echar las redes, a confiar a pesar de nuestra pequeñez, a vaciarnos de nuestro yo y llenarnos de Cristo, que nos invita a la fidelidad y a la entrega. ¿Acaso el Señor, quien prometió estar con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20) se desentendería de las fatigas y desalientos que en ocasiones pueden nublar el corazón?
Vivamos sin miedo (cf. Mc 6, 50), seamos dóciles y obedientes al Evangelio; máxime en la dificultad, cuando el Maestro ponga ante nuestras frágiles manos alguna misión que parezca compleja o cuando llegue la «noche oscura del alma», de la que hablaba san Juan de la Cruz. En ese momento, cuando permanezcamos –como el religioso carmelita– «con ansias de amores», no sucumbamos a la fatiga del alma y salgamos en busca de ese Reino de Dios que encuentra su verdadero sentido cuando, una vez que nos hemos encontrado con el Amor, seamos enviados a sembrar de vida y esperanza todo sufrimiento humano.
Le pedimos a la Virgen María que aprendamos de Ella a confiar en la llamada de Dios, a ser generosos y alegres en la entrega cotidiana a la tarea evangelizadora.
Y como hizo San Juan de la Cruz, en medio de la aflicción hasta encontrar paz en el alma, accedamos al Corazón del Señor que nos invita a entrar en su presencia, donde «secretamente solo mora» y donde «delicadamente me enamora» (Llama de amor viva, san Juan de la Cruz).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.