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«Mi marido es diácono permanente»

Un buen día, sus esposos les anunciaron que el Señor les pedía entregar su vida al servicio. Así es estar casada con un clérigo, «una vocación de dos donde solo se llama a uno». Para la esposa, «un ministerio dentro de otro ministerio»

Durante su visita semanal a la Ultreya de Nuestra Señora del Aire, Roberto Gómez salió a ofrecer su testimonio a la comunidad de Cursillos de Cristiandad. Entre los asistentes se encontraba Tamara Suquet, su esposa, miembro también del movimiento. «Allí, le contó a todo el mundo y también a mí que le parecía que el Señor le estaba llamando al diaconado permanente», recuerda ella, enfermera de profesión, en conversación con ECCLESIA. «Mi reacción inicial fue una montaña rusa. Entre la sorpresa, sentí que aquello me acercaba a Dios; me dio mucha alegría y lo viví con ilusión… al principio. Luego, ha sido y sigue siendo un camino arduo, en el que hemos pasado todas las etapas, de más entrega a menos comprensión, en el que he ido aceptando y amando su vocación. Sobre todo, me he dado cuenta de que no tengo razones de peso para pedirle que no se ordene. Quizás por egoísmo, le he pedido muchas veces al Señor que me diera esas razones y no me ha dado ninguna. Así que yo no puedo ser un obstáculo en el camino de santidad de mi marido», agrega. Después de ocho años de preparación, Roberto se ordenará diácono permanente el próximo mes de junio. 

La bienvenida de María del Carmen Linares a la vocación de su esposo tampoco fue precisamente ortodoxa: «Mi marido había salido a cenar con Jesús, nuestro párroco, y al regresar a casa me dijo: “Hemos estado hablando y me ha dicho que yo sería un buen diácono permanente, que debería prepararme para ello”. Yo puse unos ojos extrañísimos y le contesté: “Dile a Jesús que está loco, y tú también”», rememora con gracia. «Luego he reflexionado mucho sobre ello y he dado gracias porque aquello no salió de allí, porque, sin quererlo, me estaba negando a la llamada del Señor en aquel momento», prosigue. Su esposo, José Antonio Tamargo, ingeniero técnico industrial de 57 años, se ordenó diácono permanente hace ahora año y medio.

Los giros de guion y las historias de superación de la adversidad suelen resultar más llamativas, pero hay otras que se caracterizan por la naturalidad, donde el sacrificio se afronta con mayor fluidez. Es el caso de Mercedes y Manuel, ordenado hace ya once años: «No puedo decir que me sorprendiera, porque siempre había tenido mucha sensibilidad con este tema. Podía intuir que pasaría y yo estaba como esperando a que ese día llegara. En ese sentido, fue muy sencillo», explica ella. 

O como en la familia de Belén y Paco: «Ya de novios, él sacó alguna vez su interés por esta vocación que yo en aquel momento desconocía totalmente. Pero una vez casados, fui yo la que le animé a que retomara aquellas inquietudes», señala. Han pasado ya 25 años desde que el matrimonio se presentó en el seminario para integrar una, por entonces, pequeña comunidad de diáconos permanentes y aspirantes, que en aquella época no llegaba a la decena en todo Madrid.

En la actualidad, solamente los ordenados en la archidiócesis superan la cincuentena. Como ministerio de tradición apostólica —reactivado para hombres casados por el Concilio Vaticano II, pues en la Iglesia de Oriente esta figura nunca desapareció—, en nuestro país se trata de una vocación en auge: según la Memoria de la Iglesia en 2022, el número de diáconos permanentes en España alcanzaba entonces los 572, con un incremento del 25 % en apenas cinco años. Con la restauración del ministerio en Granada, 55 de las 70 diócesis españolas cuentan ya con esta figura para el servicio a la misión. Si comparamos los datos con potencias eclesiales como Brasil (6.500) o Italia (5.000), todavía hay margen de mejora, pero la propia trayectoria indica un claro ascenso. 

Grado del Orden Sacerdotal

Constituido como uno de los tres grados del Orden Sacerdotal, el perfil mayoritario del diácono permanente es el de varón mayor de 35 años, con más de cinco años de matrimonio estable y que se han significado en su testimonio cristiano, tanto en la educación de sus hijos, como en su vida familiar y social. En lo concreto, su acción pastoral responde a tres principios fundamentales: la caridad —importantísima su labor en Cáritas, enfermos, marginados…—, la Palabra y la liturgia —exequias, Bautismo, bendición del Matrimonio—. Sin olvidar las responsabilidades de la administración, como el despacho parroquial, la orientación familiar o las relaciones públicas.

Para María del Carmen, «toda la familia nos sentimos partícipes del ministerio, pero a quien más afecta, probablemente, es a la esposa». «Es cierto —continúa— que nuestros hijos ya son mayores y se toman mejor que haya que cambiar planes, como que el domingo se pueda tomar el aperitivo juntos, pero a determinadas horas, porque hay que esperar a que su padre vuelva de llevar la comunión a los ancianos». No obstante lo que se pudiera pensar, la vida tampoco se les ha complicado tanto a Manuel y Mercedes: «El día a día es igual que el de cualquier otra persona. La prioridad es siempre el trabajo y la familia, y luego el tiempo que puedas dar cuando esas prioridades están cubiertas». Lo corrobora Belén: «Si comparo lo que hace mi marido con los de mis amigas, pues es muy parecido en cuanto a sus deberes laborales y la vida matrimonial y con los hijos. Tal vez la diferencia podría ser que, por ejemplo, veo que otros esposos dedican tiempo para ir a ver el fútbol o a hacer deporte, y el mío lo dedica a visitar a ancianos y llevarles la comunión, o a repartir por la noche mantas a quienes duermen en la calle».

Estos testimonios son de vital importancia para mujeres como Tamara, cuyos maridos se están preparando para el diaconado permanente. «La principal dificultad con que me encuentro es mi propio egoísmo», reconoce. «Me cuesta, porque está ausente muchos días, y cuando se ordene lo estará aún más», agrega. Para acompañar a las esposas en sus miedos, las familias de los aspirantes forman grupos tutoriales en los que se reúnen una vez al mes con un diácono permanente ordenado y su mujer con objeto de ir acercándose a esta realidad de la Iglesia. Durante este tiempo, por ejemplo, los matrimonios también participan juntos en retiros de Adviento. «Siempre me he sentido bastante acogida, pero he participado poco, porque nació nuestra hija y eso lo ha dificultado», señala Tamara. 

«Es una vida en la que se tiene que cuadrar la agenda del servicio», aporta María del Carmen. «Pero por lo demás no es una vida muy diferente a la que tenía mi esposo antes de ser diácono, cuando era catequista y, por tanto, también tenía una responsabilidad que atender», prosigue. «Mi primera impresión a la vocación de mi marido fue de rechazo, porque los dos hemos tenido siempre una vida muy activa en nuestra parroquia. En cierto modo, yo le decía al Señor: “¿Es que no es suficiente? No me puedes pedir más. Ya me tienes aquí y me tienes a tu servicio, ¿en serio?”. No veía ni que fuera una vocación ni un ministerio, sino una tarea más a meter en la agenda. Y la nuestra ya estaba muy llena», sentencia.

Los temores van casi siempre en la misma dirección: «Siempre es el reloj, la agenda, la falta de tiempo, que el Señor te quite el tiempo para hacer planes, ocio, para irte de vacaciones, para poder desconectar… Es un miedo grande», admite María del Carmen. «La seguridad, en cambio, es que lo que el Señor te pide te lo va a dar a través del corazón y de cosas que te hacen feliz», agrega. Por su parte, Belén indica que «es cierto que a veces llegaban pensamientos de que “te van a quitar a tu marido”, pero entonces ayuda muchísimo aquello de “recibirá el ciento por uno”. Piensas si es bueno para el matrimonio y para la familia, pero el recorrer de la vida nos ha hecho ver que cuanto más damos, más felices somos». Y añade: «Durante el proceso de formación de mi marido, teníamos dos niñas pequeñas, y puedo decir que cuanto más conocíamos el ministerio, más nos llenaba. Luego, hemos pasado momentos de euforia y encanto, y otros más difíciles y de desierto, pero con balance siempre positivo».

En el caso de Roberto y Tamara, el período de formación se ha convertido en un algo verdaderamente duro antes de la ordenación. «En teoría son tres años de estudio en la universidad, pero para él han sido ocho. Pactamos que se ausentara dos tardes a la semana y se ha alargado todo. Ha sido difícil para mí, pero no para él, que ha disfrutado muchísimo los estudios», afirma ella. «Lo que pesa es el tiempo de estudio, esa es la parte dura», indica Mercedes. «Por eso, una de las condiciones que le puse a mi marido para su vocación de diácono es que tenía que ir a curso por año, fueran cuales fueran las notas, y que aquello no se alargara», sentencia. «En aquel momento, mis hijos eran pequeños. Él me llamaba todos los días y me preguntaba si podía ir a clase. Y yo le contestaba con confianza sí o no. Creo que un problema fundamental que tienen algunas mujeres con el diaconado es que no se sienten con la libertad suficiente para decirle a su marido que hace falta en casa o que no lo ven lo suficiente, porque está todo el día en la parroquia», explica.

Otra dificultad particular que están encontrando los Gómez-Suquet en su preparación es que caminan hacia una llamada que no nace en una parroquia, como es lo habitual, sino de un movimiento: a Roberto no le presenta un párroco, sino el consiliario de un movimiento. «Esto para nosotros también es una incertidumbre y supone un reto extra, más para mí que para él, porque mi marido dice que, bueno, ya iremos viendo, y yo soy una persona más controladora y que necesita tener todo más organizado», asegura. «En Cursillos se han tomado esta vocación como una gracia para el movimiento, pero él no quiere anunciarlo fuera hasta que esté ordenado, porque piensa que las opiniones de otras personas pueden influir en su vocación. Y eso, otra vez, es una dificultad más, porque aún no hemos podido compartir esto con gente que es importante en nuestra vida. No sabemos cómo van a reaccionar y habrá una parte de nuestro entorno que, obviamente, de primeras tampoco lo va a entender», añade. 

En cuanto a los entornos, Mercedes reconoce que «la gente de Iglesia lo entiende, sabe lo que es y lo valora. Y la gente de Iglesia que no conoce, lo comprende si se lo explicas. Luego, fuera de la Iglesia, pues ya decidimos a quién se lo contamos y a quién no con total libertad. A nuestros amigos, sí, pero tampoco es que lo vayamos proclamando a los cuatro vientos». «Los del entorno más cercano lo viven con orgullo, nos perciben muy cercanos y mucha gente nos pide oración», aporta María del Carmen. «Y luego, no tan cercanos, pues la mayoría de la gente, cuando lo contamos, reacciona abriendo su corazón. Es como si necesitaran entregarte sus mayores preocupaciones, desvelos, sus dudas de fe, inquietudes… y los subieras al altar, porque este es un don inmerecido», culmina. 

Para Belén, «el diaconado es algo muy importante y sabía que cuando se ordenase se convertiría en un ministro de la Iglesia, es decir, que estaría casada con un clérigo. Pero también es cierto que, cuando el obispo le impuso las manos, esa gracia sacramental no solo se derramó sobre él, sino también sobre nuestro matrimonio, sobre nuestras hijas, sobre toda nuestra familia, nuestros amigos, y así fortaleció esa pequeña Iglesia doméstica que formamos». Así, no es de extrañar que Tamara considere que «el de la esposa es un ministerio dentro de otro ministerio», o que, según Mercedes, «es una vocación de dos, pero en la que solo uno recibe la llamada».

Y luego están los niños, a quienes cabe preguntarse si esto del diaconado permanente de sus padres se les hace raro. «A mis hijos, como lo han vivido desde siempre, lo que les extrañaría sería encontrarse a su padre en Misa como uno más, sin ejercer su ministerio», responde Belén. «Los míos están siempre observando todo. Son muy críticos desde lo constructivo: le dicen “papá, has movido mucho los brazos mientras predicabas”, o “papá, no puedes sentarte tan recto”. Hacen todo el rato la comparación con los sacerdotes», aporta María del Carmen. «Recuerdo que una vez les preguntamos si se habían sentido raros por esto que hacía su padre. El mayor tomó la palabra y dijo: “Nunca nos hemos sentido raros; nos hemos sentido diferentes, pero eso mola”», sentencia.

—¿Cómo te imaginas la vida matrimonial con un diácono permanente ya ordenado, Tamara?
—Por un lado, con mucho sacrificio por parte del matrimonio y de toda la familia, como veo en otros diáconos ordenados. Pero, por otro, con mucha gracia, como me dicen también quienes ya lo viven. Confío en que sea así y la gracia que se recibe también actúe en los demás. Me lo imagino como una espada de doble filo que nos va a atravesar el corazón: con mucha gracia, pero también con sacrificio.

El regalo de los frutos está ahí, esperando, como concluye Belén: «Mi marido casó a mi hija mayor, y ha bautizado a las dos hijas que vinieron después de ordenarse —con dos niñas, los especialistas le habían comunicado que ya no podría tener más hijos, pero, contra todo pronóstico, llegaron dos más, «regalo de la ordenación»— y a dos nietos más tarde. Lo vivimos como algo propio de nuestra familia, con total naturalidad. Nuestras hijas, antes de dormir, le piden a su padre, además del beso de buenas noches, la bendición». 

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