Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, por séptima vez desde que la instituyó el Papa Francisco, celebramos la Jornada Mundial de los Pobres: un signo copioso de la misericordia del Padre, una cita que sella –de principio a fin– nuestro compromiso con los preferidos de Dios.
Hacer del Evangelio nuestra hoja de ruta solo adquiere un sentido verdadero cuando comprendemos que el Reino de Dios es la bienaventuranza que sana y salva a todos y de modo particular a los más necesitados. La Buena Noticia proclamada por el Señor supone el triunfo verdadero sobre todo lo que nos impide ser y vivir hasta el fondo la filiación divina. Una victoria que alcanza su plenitud en los más débiles, en aquellos que sufren cualquier tipo de pobreza, la enfermedad, la soledad, la angustia o la marginación. Nosotros también estamos en este grupo de pobres y necesitados. Y, si no nos damos cuenta es que, además de pobres, estamos ciegos.
No apartes tu rostro del pobre (Tb 4, 7), reza el lema de este año para una Jornada que nos ayuda a «captar la esencia de nuestro testimonio», tal y como expresa en su carta el Papa Francisco. Y lo cuenta mediante una escena familiar: «Tobit despide a su hijo Tobías, que está a punto de emprender un largo viaje. El anciano teme no volver a ver a su hijo y, por ello, le deja su testamento espiritual». Tobit había sido deportado a Nínive y se había quedado ciego tras llevar a cabo un acto de misericordia, «por lo que era doblemente pobre». Pero siempre había tenido una certeza, expresada en el sentido que su nombre significaba: «El Señor ha sido mi bien». Este hombre, que siempre confió en el Señor, tal y como relata el Papa, «no desea tanto dejarle a su hijo algún bien material, cuanto el testimonio del camino a seguir en la vida, por eso le dice: “Acuérdate del Señor todos los días de tu vida, hijo mío, y no peques deliberadamente ni quebrantes sus mandamientos. Realiza obras de justicia todos los días de tu vida y no sigas los caminos de la injusticia” (4, 5)».
Recuerdo, al hilo de esta preciosa escena, las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando comenzaba su vida pública y dejaba constancia de cómo el Espíritu del Señor estaba sobre Él, porque le había ungido con su poder para anunciar la Buena Noticia a los pobres y le había enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a rescatar a los oprimidos y a anunciar un año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19).
Ser cristianos nos compromete, en primer lugar, a experimentar en nosotros esta bendición y gracia del Señor, pues también somos pobres en muchas dimensiones de nuestra vida. Recuerda el Papa en su carta que «un río de pobreza atraviesa nuestras ciudades y se hace cada vez más grande hasta desbordarse; ese río parece arrastrarnos, tanto que el grito de nuestros hermanos que piden ayuda, apoyo y solidaridad se hace cada vez más fuerte».
Y grita con fuerza, una vez más, el compromiso de servir a todo ser humano herido por cualquier tipo de pobreza, sea material, personal, familiar, espiritual, social o económica. El Señor, con una compasión y un amor sin límites, nos invita a convidar y sentarnos a la mesa con los necesitados, para que entremos a formar parte de sus vidas, para que nos sentemos con ellos en el Banquete Celestial.
Porque, relata el Evangelio, que el Señor se sentaba en la misma mesa con publicanos, fariseos, pecadores o leprosos, con aquellos que la sociedad despreciaba y rechazaba por cualquier razón. Y no les preguntaba por su condición o, por su pasado; sencillamente se acercaba a ellos, los miraba y los amaba, y los invitaba a la conversión, porque el Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido (cf. Lc 19, 10).
Le pedimos a la Virgen María que nos ayude a no apartar el rostro del pobre y a mantener nuestros ojos en quienes necesitan una mirada de amor y misericordia y no de juicio y rechazo. Él quiere que participemos en su Reino, por eso, elijamos ser pobres con Él, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros. Así también se reflejará en nosotros la primera bienaventuranza: dichosos los pobres en espíritu, porque «de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3).
Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga.