Ante una nueva Jornada Mundial de los Abuelos, hablamos con Vinzenzo Paglia, que lideró, a instancias del Gobierno italiano, un nuevo modelo de atención a los ancianos
Europa se encamina hacia un invierno demográfico. Mientras se alerta permanentemente sobre la subida de la temperatura del debate político, sobre el calentamiento global, o el eterno verano que acosa a la tierra, el abordaje del estado de hibernación en el que ha entrado la natalidad y que amenaza con sumir Europa en el continente más envejecido del mundo sigue siendo una asignatura pendiente, que abre numerosos desafíos sociales, económicos, políticos y culturales.
Y, aunque el desarrollo tecnológico, los avances científicos y las políticas sociales han convertido a los mayores en uno de los colectivos con mayor estabilidad económica, calidad de vida y de ocio, entre otras muchas cosas, la sostenibilidad, el futuro del estado del bienestar y la gestión del cuidado están en serio riesgo.
Porque, a partir de cierta edad, es inevitable un aumento de la fragilidad y, con ella, de la dependencia, lo que precisa no solo de una red asistencial, sino también de un cambio social que aborde el cuidado de una manera integral, incluyendo en él a la sociedad en su conjunto. La pandemia de la COVID-19 lo puso de manifiesto. En situaciones de alto riesgo, son las personas más dependientes y vulnerables y, sobre todo, las que sufren soledad las que más notan las consecuencias.
El presidente de la Pontificia Academia para la Vida, Vincenzo Paglia, ha hablado en incontables ocasiones de «la profunda contradicción que viven nuestras sociedades en relación con el tema de las personas ancianas». Por un lado, dice, el desarrollo tecnológico nos hace vivir 20 o 30 años más, pero, por otra, no se sabe cómo mantener este sistema y lo que viene después. Una de las últimas veces en las que se refirió a este asunto en España fue en su paso por la Fundación Pablo VI para presentar la Carta para las Personas Mayores y los Deberes de la Comunidad. Un documento elaborado a partir de las reflexiones y las discusiones de la Comisión para la Reforma de la Atención Sanitaria y Social de la Población de la Tercera Edad, presidida por él a instancias del Ministerio de Sanidad de Italia, para trabajar en una nueva concepción de la atención a las personas mayores, de sus derechos y de los deberes de la comunidad para con ellos.
Junto con Italia y Japón, España es uno de los países del mundo con mayor porcentaje de personas mayores. Dos de cada diez tienen más de 65 años y el 6 % de la población es octogenaria, con una estimación de superar, en 50 años, la cifra de población centenaria, que se sitúa ahora en cerca de 15.000 personas. Esto hace del cuidado y la gestión de la asistencia el gran reto de nuestro siglo.
En Italia, bajo el impulso de Paglia y los otros miembros de la citada comisión se aprobó hace justo un año una ley que busca, principalmente, que este cuidado y asistencia no tenga como única salida las residencias, a las que el presidente de la Pontificia Academia para la Vida califica como «lugares de desarraigo», en los que se experimenta un deterioro de la salud física y emocional de los mayores.
Su visión de las residencias parte de una experiencia muy negativa vivida en los meses más duros de la pandemia en Italia, donde murieron centenares de miles de personas mayores, según algunas cifras no oficiales. Sin la pretensión de demonizar este modelo asistencial y reconociendo el servicio fundamental que ofrecen en algunas circunstancias, sí cree fundamental «repensar» el sistema. En este sentido, la ley italiana busca priorizar el modelo de asistencia en domicilios, «fomentando también el cohousing, creando centros de día multidimensionales e, incluso, residenciales, pero que sean temporales y visitables». Algo que, según los cálculos de la comisión que preside, ahorraría millones de euros a las administraciones, puesto que «implicaría a todos: instituciones, gobiernos y toda la sociedad».
Un modelo que, en opinión de Paglia, es perfectamente exportable a otros países europeos en los que el envejecimiento de la población se ha convertido en un problema de primer orden. El bienestar de «los ancianos no es cosa de unos pocos, sino de toda la sociedad». Por eso, dice, «necesitamos un diálogo intergeneracional urgente y una nueva cultura que sea la del cuidado de unos a otros». Porque «¿quién dice que solo los ancianos son frágiles?», se pregunta. La propia fragilidad de los niños, de los jóvenes que sufren cada vez más problemas de salud mental, en los adultos, etc. hace indispensable «un nuevo humanismo», que debe ser asumido por creyentes y no creyentes, agrega. Y en este nuevo paradigma, explica, los mayores tienen la triple tarea de «enseñar la sabiduría, la belleza de trabajar por los otros, y, al mismo tiempo, de mostrar que la fragilidad es una realidad de todos».
Cuando la técnica está por encima de la persona
No es fácil este cambio de concepción, puesto que nos encontramos en una era de la «egolatría» y «del culto al yo», que contamina todos los ámbitos de la vida, también el de la economía y la política. Ya no es tanto, subraya Paglia, una tecnocracia, sino una «algocracia», que pone la técnica y el algoritmo por encima de la persona y que lleva a muchos mayores a sentirse una carga cuando empiezan a sentirse solos, frágiles y vulnerables, tal y como denuncia también el Papa en su mensaje para la IV Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores. «Cuando se pierde el valor de cada uno y las personas se convierten en una mera carga onerosa, en algunos casos demasiado elevada, a menudo los mismos ancianos terminan por someterse a esta mentalidad y llegan a considerarse como un peso, deseando ser los primeros en hacerse a un lado», afirma. Esto, continúa, no es casual ni inevitable, sino que responde a «decisiones —políticas, económicas, sociales y personales— que no reconocen la dignidad infinita de toda persona, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre».
Por eso, el presidente de la Pontificia Academia para la Vida reclama, también desde la Iglesia, una formación y una pastoral de la «fraternidad», «que es la única medicina para regular la soledad» y cambiar la cultura del descarte.