Recordando nuestro Seminario y nuestros seminaristas, nuestra Diócesis y la necesidad que
tenemos de sacerdotes, nos viene a la memoria algo muy elemental: para ser sacerdote presbítero, antes uno ha de ser discípulo.
De hecho, según las normas emanadas del Directorio último para la formación de los candidatos al sacerdocio, el período de la formación básica, que llamamos “Seminario”, se divide en dos etapas, la de discipulado y la de configuración (a Cristo Pastor, como apóstol). Un buen apóstol nace de un buen discípulo. Un buen sacerdote nace en un buen cristiano. Si no hay buenos cristianos, no habrá buenos apóstoles.
En realidad, todo comienza en el discipulado. Es el tiempo en que, por el bautismo y la fe vamos siendo discípulos, seguidores de Cristo. Toda vocación especial dentro de la Iglesia, las vocaciones al ministerio ordenado o a la vida religiosa, nacen del Pueblo de Dios, de la Iglesia seguidora de Cristo, de los fieles reunidos en iglesias domésticas o familias, parroquias, comunidades o movimientos, etc. La vida que se desarrolla en el seguimiento transcurre por diferentes vicisitudes, desde la conversión a la adhesión profunda de fe, pasando por momentos de búsqueda y de gozo. Esto es verdad para todo cristiano bautizado, miembro de la Iglesia.
Un momento especial de esta vida de discípulo, puede vivirse como iluminación, particular intimidad, fe y amor más intensos. Ese momento especial da lugar a una conciencia más clara de que Cristo pide y llama a una donación total de sí mismo a Él y a los demás. En el caso de la vocación al sacerdocio se discierne que ese amor más intenso se ha de concretar en la vida entregada al ministerio sacerdotal: se intuye que Cristo pide, no solo seguirle, sino también “seguirle en la condición de apóstol, en el servicio a Él y a la Iglesia como pastor»
Este punto de unión entre el discipulado y el apostolado se vive como una continuidad y una novedad. La continuidad consiste en el amor: se sigue amando, aunque el paso requiere un mayor amor, una más perfecta donación de sí mismo, una maduración del mismo amor que comenzó en el bautismo, en la conversión y siguió en el itinerario de la propia fe. La novedad consiste en que esa fe y ese amor maduro, se concreta, se viste, se encarna, en el servicio específico de ser apóstol y pastor de la Iglesia.
Esto que exponemos aquí es bien sabido por los seminaristas. Esperamos que también sea bien vivido. Pero hoy conviene que lo sepamos todos en la Iglesia, por muchas razones:
- Si faltan vocaciones al sacerdocio, quizá sea porque faltan seguidores de Cristo en la
Iglesia. - Algunos errores o fallos en sacerdotes, quizá son debidos a errores o carencias en el seguimiento, antes que en al apostolado propiamente dicho.
- El amor a Cristo y a la Iglesia que pertenece a un buen discípulo ha de ser, por su
madurez, tal que pueda un día fructificar en una vocación al apostolado. - Todo el Pueblo de Dios se ha de sentir responsable del Seminario. No sólo siendo más verdaderamente seguidor de Cristo, sino también apoyando en todo sentido la institución del Seminario. Aunque solo sea por “un santo egoísmo”.
Es el Espíritu en la Iglesia quien retroalimenta al Pueblo de Dios con nuevos y auténticos
pastores. El Seminario es, en efecto, obra del Espíritu Santo, que actúa a través de nuestra fe y nuestra generosidad, la de los seminaristas y la de todos. Demos gracias a Dios por ello.