Estimadas y estimados, en los tiempos que vivimos, la solidez espiritual de los cristianos que formamos las comunidades eclesiales es muy necesaria. En un tiempo de fragmentación de los conocimientos, dispersión existencial, precariedad en las relaciones personales y, además, de coexistencia con hechos absolutamente desconcertantes para la propia vida de la Iglesia, tan solo una vida espiritual firme nos puede salvar del naufragio. La liturgia del Viernes Santo usa la imagen del naufragio para indicar el valor redentor de la cruz de Jesús. Sin el Evangelio nos hundiríamos y, como Pedro, tendríamos que exclamar: «Señor, ¡sálvame!» (Mt 14,30). En la fachada del Nacimiento de la Sagrada Familia, con grandes letras, el arquitecto Antonio Gaudí lo escribió en plural —y en latín— sobre el mar que tiene que atravesar la frágil barca de la Iglesia guiada por Pedro: «Salva nos!». El arquitecto de Dios subrayó la dimensión eclesial del texto de Mateo reconvirtiendo el singular en plural: «¡Sálvanos!». Efectivamente, sin la mano extendida y fuerte de Jesús, Pedro y, con él, cualquier discípulo, sería víctima de la fuerza que arrastra hacia la peor de las muertes, la espiritual. El Evangelio de Jesús, vivido interiormente y compartido sin miedos, preserva del naufragio espiritual. De lo contrario, este mundo inestable y ambiguo, acabaría descoyuntando la voluntad e hiriendo gravemente el gozo de la vida cristiana.
El paso previo al desastre es la indiferencia que agua la vida de oración y la vivencia de la fe, lo decía la semana pasada. En la primera carta de Juan se dice que «hay un pecado que es de muerte» (5,16). Este pecado es, hoy, la indiferencia progresiva, el enfriamiento que hace que te vuelvas superficial y vacío y facilita que la fuerza del mal te posea de manera especial. El mismo Jesús lo anuncia en el último discurso antes de la pasión: «y, al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12). La caridad es como un fuego que pierde intensidad y llega a apagarse cuando no se pone freno a la fuerza del mal que actúa en el mundo y que lleva a los discípulos a la perdición. Nadie es inmune a este enfriamiento del amor. Porque, como dice el apóstol, «el que se crea seguro, cuídese de no caer.» (1 Co 10,12).
El papa Francisco afirma que ante las dificultades hay que permanecer «firmes alrededor de Dios que ama y que sostiene. Desde esta firmeza interior es posible aguantar, soportar las contrariedades, los vaivenes de la vida, y también las agresiones de los otros, sus infidelidades y sus defectos». Y añade: «A partir de esta solidez interior, el testimonio de santidad, en nuestro mundo acelerado, voluble y agresivo, está hecho de paciencia y constancia en el bien» (Gaudete et exsultate, 112). Que esta sea nuestra actitud, haciendo nuestra la súplica de Pedro: «Señor, ¡sálvanos!».
Vuestro,