Creer en el Resucitado, asumir el riesgo de creer habiendo visto signos de la Resurrección, es como entrar en otra dimensión de la vida. O mejor, es continuar la misma existencia que llevábamos antes, pero vivida de otra manera. Los mismos vecinos, la misma familia, la misma ciudad, la misma política, el mismo trabajo, las mismas amistades.
El Resucitado no construyó un mundo paralelo, distinto, para que en él vivieran los que creyesen en Él, sino que quiso presentarse en la vida cotidiana de sus discípulos, mostrándoles que estaba vivo: una comida, un camino, una reunión.
Por eso, uno de los lugares donde hemos de descubrir y realizar signos de la Resurrección es en la vida ordinaria. (Otros lugares más nítidos e institucionales, son la liturgia, el Pueblo de Dios como tal, la Palabra de Dios, los sacramentos).
Como decimos, descubrimos el primer signo de la Resurrección, es decir, de la Resurrección de Cristo en nosotros, en la osadía de creer, en el riesgo de creer con todas las consecuencias. Pero casi simultáneamente, esta fe despierta en nosotros el amor, la gran osadía de amar.
Recordamos que si no existe entre nosotros verdadero amor, si hoy decimos con razón que el auténtico amor es un bien tan deseado como escaso, es porque existe un real miedo a amar de verdad.
Lo que usualmente se entiende por “amor” es algo que se desea e incluso se exige; también se admira y provoca emoción en obras literarias, espectáculos, en la vida de las personas. Pero, cuando uno es llamado a amar y se intuye que el amor es algo más que gozar de la presencia del otro, recibir de él afecto y ayuda, sino que consiste en servir y hacer que el otro viva, entonces se despiertan todos los miedos. Los miedos a perder algo de uno mismo, miedo al fracaso, al posible sufrimiento. ¿Quién puede asegurar que esa aventura del amor saldrá bien?
Jesús Resucitado quiso presentarse en primer lugar a quienes estaban dominados por el temor, y su primer saludo fue el característico “no tengáis miedo”, “la paz con vosotros”. Sin duda temían a lo que pudieran hacer con ellos las autoridades judías, después de lo que habían hecho con Jesús. Pero nosotros podemos entender entre líneas otras muchas llamadas que se descubrieron después: “no tengáis miedo a creer y amar…”
En esto, lo mejor es dejarnos instruir por el gran magisterio de la Primera Carta de San Juan. No es casualidad que el discípulo que al llegar a sepulcro vacío “vio y creyó” (Jn 20,8), se convirtiera en el apóstol del amor cristiano, en el testigo de la profundidad del amor que se desprende del Resucitado. Algunos de los mensajes de la Primera Carta responden a nuestras preguntas:
- “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama, permanece en la muerte” (3,14)
- “En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. En esto consiste el amor: en dar la vida por los hermanos” (3,16)
- “No cabe el temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor” (4,18)
Para el cristiano, amar es una prolongación de la resurrección, es una victoria continuada sobre la muerte. Todo lo que no sea dar la vida por los hermanos es un sucedáneo del amor. El antídoto del miedo es el amor.
Por eso resucitó Jesucristo.