¿Para qué he vivido hasta hoy? ¿Y para qué viviré de ahora en adelante?». La vida del radiólogo japonés Takashi Nagai se parte en dos el 9 de agosto de 1945. La bomba atómica, que exploto en su barrio, Urakami, en la ciudad de Nagasaki, convirtió en pocos segundos su vida en cenizas. Salvó la vida, protegido por las paredes de cemento del hospital en el que trabajaba, pero perdió todo lo demás. Entre las 40.000 personas que murieron en el instante, estaba su mujer Midori. En ese mismo instante desaparecieron también sus amigos y vecinos, su casa, todas sus pertenencias, sus publicaciones e investigaciones. Cayó en la desesperación.
Solo dos meses más tarde, el 15 de octubre, se celebró un funeral por todas las víctimas. Nagai fue el encargado de dar un discurso: «La mañana del 9 de agosto una bomba atómica explotaba sobre nuestro barrio. En un instante, 8.000 cristianos fueron llamados por Dios a su presencia. A medianoche, nuestra catedral se incendió y quedó destruida. Al mismo tiempo, el emperador dio a conocer su decisión [de firmar la paz] (…) ¿No existe acaso una relación profunda entre la aniquilación de esta ciudad cristiana y el final de la guerra? ¿No era acaso Nagasaki la víctima escogida, el cordero inmaculado, el holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio como expiación por los pecados de todas las naciones durante la Segunda Guerra Mundial? Estamos agradecidos de que Nagasaki haya sido elegida para tal holocausto. Estamos agradecidos, porque, a través de este sacrificio, se ha concedido al mundo la paz y a Japón la libertad religiosa».
¿Qué camino de fe hizo este hombre para poder aclamar algo así después de haberlo perdido todo? La única respuesta posible es Cristo. Y toda su vida, antes y después de la bomba es un testimonio constante de ello. Takashi Nagai, hijo de médico rural y criado en la tradición religiosa japonesa —sintoísmo y budismo— se muda a Nagasaki cuando comienza sus estudios de Medicina. Allí le sorprende la vida que respira Urakami, que resulta ser un barrio cristiano, donde se ha transmitido la fe de generación en generación durante 200 años en la más absoluta clandestinidad. En ese camino tiene un papel fundamental su mujer Midori, que, con una fe sencilla y silenciosa, le sostiene con compañía, cuidado y oración. Una buena muestra de ello son las palabras que ella escogió para responder a su petición de matrimonio: «Iré donde tú vayas, viviré donde tu vivas. Mi pueblo será tu pueblo, y tu Dios será mi Dios. Moriré donde tú mueras y allí me enterrarán. Juro ante el Señor que solo la muerte podrá separarnos».