El comienzo de curso pastoral me permite cada año dirigirme a los diocesanos para presentarles las líneas de trabajo en la nueva andadura. En mi carta pastoral para este año animo a trabajar con ilusión y docilidad al Espíritu que es el protagonista de la historia. Deseo, pues, animaros a hacer realidad el lema de este curso: «Con Jesús y como Iglesia, tú eres misión, somos misión».
El primer acento de este plan se refiere a tomar conciencia de nuestra vocación bautismal. Nunca insistiremos bastante en este fundamento de cualquier actividad de los cristianos. Gracias a la inserción en Cristo por el Bautismo y al sacramento de la Confirmación, el cristiano es, por su propia naturaleza, un enviado al mundo el estilo de Jesús, el Enviado del Padre. Los laicos no reciben su misión de los sacerdotes que les pueden encomendar tareas específicas en la comunidad cristiana. Sin embargo, por el hecho de estar bautizados son enviados al mundo como discípulos y misioneros que asumen conscientemente la misión de Cristo. Su lugar específico es la sociedad. De ahí que sea tan importante una auténtica y completa iniciación cristiana que capacite para el testimonio en la vida pública y para el ordenamiento de la sociedad según los criterios evangélicos y la Doctrina Social de la Iglesia. Así lo subrayó el decreto de apostolado seglar del Concilio Vaticano II.
Un segundo acento del trabajo para este curso insiste en la importancia de los cauces de participación en la Iglesia. Es necesario romper con el individualismo y vivir nuestra pertenencia a la Iglesia con alegría y generosidad en los diversos ámbitos: diócesis, arciprestazgo, parroquia, grupos, movimientos, cofradías y hermandades, la Acción Católica… El afecto a la Iglesia crece en la medida en que acogemos los cauces de participación que se ofrecen para la formación y la acción pastoral conjunta. Un cristiano solo no es cristiano, decía Tertuliano. La condición social de la persona humana nos llama a compartir la vida y los bienes con los demás. La persona tiende a asociarse impulsada por sus intereses de todo tipo (políticos, culturales, deportivos). La Iglesia ha nacido como una «comunión» y está llamada a ser familia de Dios invitando a todos los pueblos a incorporarse al dinamismo del Espíritu que la mantiene en la unidad de la fe, esperanza y caridad.
Por último, el tercer acento nos orienta a la familia, iglesia doméstica. En la descristianización actual, es innegable que un elemento decisivo ha sido la pérdida del valor cristiano de la familia como lugar de crecimiento en la fe y en la misión hacia el mundo. Cuando la familia se separa afectiva y efectivamente de la Iglesia se abre una brecha difícil de superar en la evangelización de sus miembros. Los fracasos de las catequesis y de los sacramentos de iniciación cristiana tienen su origen en gran medida en que la familia ha perdido su condición de Iglesia doméstica, de manera que familia e Iglesia llegan a ser dos mundos separados en la experiencia de niños, adolescentes y jóvenes. El interés que la Iglesia muestra por la familia no es una «táctica» para conseguir adeptos; es el reconocimiento de que la vivencia de la fe es inseparable de una vida conforme al evangelio que se recibe en el ámbito natural de la familia. De ahí la importancia de familias que den testimonio de un modo de vida que no se acomoda a la «mundanidad» sobre la que el papa Francisco nos advierte con frecuencia. Hay una forma de vivir según Cristo que se distingue esencialmente de lo que proponen las antropologías cerradas a la trascendencia.
Trabajemos, pues, en esta dirección y confiemos en que el Señor y la Virgen de la Fuencisla, en cuyo mes estamos, harán fecundos nuestros trabajos.