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50 años sin el cardenal Jean Daniélou

Formó parte de la Comisión Teológica del Concilio Vaticano II, donde colaboró con los mayores teólogos del momento: Rahner, Ratzinger o De Lubac

Jean Daniélou nació en la ciudad francesa de Neuilly-sur-Seine, en 1905. Con 24 años ingresó en la Compañía de Jesús y con 33 se ordenó sacerdote. En su persona convergen el profesor universitario, el escritor y el pastor. Falleció en París el 20 de mayo de 1974, hace ahora 50 años.

Quizá el momento más decisivo de su vida fue su participación en el Concilio. Anota en sus Memorias: «A partir de 1962, con el Vaticano II, comenzó para mí un período nuevo. Me hallaba en Florencia, cuando me enteré por el periódico de que el papa Juan XXIII me había nombrado experto para el Concilio. Me sorprendió en gran manera, pues no había participado en el trabajo de las comisiones preparatorias…». Daniélou formó parte de la Comisión teológica, una de las más importantes, en donde colaboró con algunos de los mayores teólogos del momento: Rahner, Ratzinger, Henri de Lubac… Participó en las cuatro sesiones del Vaticano II y escribió mucho acerca de la verdadera interpretación del Concilio. Pero hay tres temas siempre muy presentes en sus escritos: el amor a Dios en la persona de Cristo, la acción del Espíritu en las almas y un amor apasionado a la Iglesia: «Lo que me atrae de la Iglesia no es la simpatía que yo pueda sentir hacia las personas que la componen, sino lo que se me da a través de estos hombres: la verdad y la vida de Jesucristo. Yo me uno a la Iglesia, porque Ella no puede separarse de Jesucristo, porque Jesucristo libremente se entregó a sí mismo a Ella, porque no puedo encontrar a Jesucristo de una manera auténtica fuera de Ella».

Nuestro teólogo se da cuenta de que la Iglesia de mediados del siglo XX es bastante vulnerable a ciertas infiltraciones ideológicas externas, y se percata de cómo este peligro va creciendo en los años del inmediato posconcilio: «En los entre bastidores conciliares, unos cuantos grupos marginales desplegaban una intensa actividad (…). Se apoyaban en el análisis marxista de la lucha de clases para criticar la institución eclesial. El aspecto teocéntrico, contemplativo y místico de la Iglesia quedaba degradado en beneficio de una orientación mucho más puramente humanista y política, según la cual lo esencial es la reforma de la sociedad terrena».

Cuando terminó el Concilio —anota algo entristecido— «experimenté cierto sentimiento de malestar (…). Se había llevado a cabo una obra plenamente positiva: la reconciliación de la Iglesia con el mundo moderno. Pero, al mismo tiempo, se habían infiltrado determinadas influencias disolventes que iban a provocar cierta degradación interna. Es una situación bastante dramática…».

Nunca tuvo miedo de declarar en público: «Soy un hombre adicto al papado, por devoción a la Iglesia; quien conduce a la Iglesia es el Sumo Pontífice, y yo me esfuerzo por ayudarle en tan difícil tarea (…) que procede de la forma en que Cristo gobierna a su Iglesia». Sabe bien que el hecho de que existan algunas afirmaciones inmutables no excluye una posible adaptación dentro de las estructuras de la Iglesia: «Ya he definido cuál es mi postura: plena fidelidad al Concilio, pero, al mismo tiempo, reacción contra todo lo que mine la esencia de la fe y de los sacramentos».

Este hombre evangélico consideró que relacionar el cristianismo exclusivamente con la mediación política y la transformación económica del mundo trae como consecuencia una degradación de la fe, pero él siempre conservó viva la esperanza: «Estamos en vísperas de una recuperación: muchos jóvenes experimentan una auténtica urgencia de interioridad…». Su gran pregunta de fondo siempre fue: ¿cuál es el papel que ha de asumir la Iglesia en el mundo contemporáneo? Afirma: «De lo que es responsable es ante todo de la fe (…). Lo esencial de su mensaje consiste en hacer a Dios presente dentro del mundo contemporáneo, a través de la Palabra de Cristo». 

El papa Pablo VI quiso incorporarlo al colegio cardenalicio en 1969 y Daniélou lo recibió con cierta sorpresa: «Me llamó poderosamente la atención la decisión del papa (…). No soy el mayor teólogo actual. Un día le pregunté a Pablo VI por qué había pensado en mí; me respondió que esa era una cosa que no me competía. Al fin, he llegado a la conclusión de que el cardenalato venía a ratificar mi función como hombre de Iglesia». Recibir el capelo de cardenal no le restó ni franqueza a su vida ni una cierta espontaneidad a su obra.

El profesor Daniélou siempre mantuvo un gran talante apostólico, imbuido de una profunda visión sobrenatural. Un teólogo, que nunca dejó de ser un humilde sacerdote y un buen pastor. A modo de confidencia comenta: «Lo esencial de mi vida no está en el combate, sino en la experiencia y en los encuentros espirituales (…). Lo que más me interesa es el mundo oculto de las almas, en cuya intimidad se introduce el sacerdote y es donde testimonia la acción de la gracia y de Dios hasta tal punto, que me bastaría para darme la fe… Una de las formas esenciales del amor consiste en alegrarse de todo lo bueno que se descubre en los demás, en vez de sentir envidia». Siempre conservó hasta el final de su vida este tono alegre, servicial y fraterno.

Cristiano apasionado, hombre de Iglesia y pastor entregado. En medio de los tiempos convulsos que le tocó vivir, Daniélou siempre mantuvo su vida arraigada en Cristo, lo que le convierte no solo en un teólogo de referencia, sino, sobre todo, en un ejemplo luminoso y entusiasta para la Iglesia hoy. Un hombre de fe, de una fe viva, que brota de las profundidades del alma y que impregna cada uno de los campos de su acción pastoral. Su gran amigo, Henri De Lubac, en la necrológica que escribió el día de su muerte, recuerda agradecido: «No había amargura ni rencor en él. Por eso fue por lo que más le quise». 

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