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Adviento es esperanza

El tiempo de Adviento inicia el año litúrgico con una poderosa llamada a la esperanza, virtud teologal que nos hace poner la mirada en el Dios fiel que cumple sus promesas. La promesa más inmediata es la Navidad, la llegada de su Hijo que, al cabo de los cuatro domingos de Adviento, veremos en Belén con nuestra propia carne. Se cumple así la promesa de Isaías, que llamó al Mesías el «Enmanuel», Dios con nosotros.

Esta promesa cumplida es el fundamento de otras esperanzas que tejerán nuestra propia vida. No hay que olvidar que el hombre es un ser en camino, homo viator. Al cumplir las etapas de la vida, uno aspira a llegar a la felicidad última, al gozo pleno de la vida sin fin; más aún, a la resurrección de la carne. No estamos hechos para la muerte, sino para la vida. Y la vida plena y definitiva llegará con la resurrección de la carne.

Por eso, la esperanza del Adviento mira también hacia el fin de la historia, cuando Dios venga a recrear todo y llenar con su gloria el universo entero. Entre la primera venida de la Navidad y la última venida como Rey eterno transcurre la historia del hombre, llamado a vivir siempre en actitud de esperanza. Debe, por tanto, mirar este mundo desde la luz del venidero. De lo contrario, se aposentará aquí como si fuese lo definitivo. Y no es así.

Una de las fuentes de mayor sufrimiento del hombre es precisamente caer en la «ilusión» de pensar que este mundo puede darle la felicidad plena. Decimos que uno es un iluso cuando cree que espera alcanzar un imposible. Pues bien, es una ilusión pensar que este mundo puede darnos la plena felicidad. Y al experimentar que no es así, que existe el desengaño, el desamor, la injusticia y la traición, nos desesperamos. Hemos puesto el fundamento de la esperanza en lo que es efímero, pasajero, mortal.

Se ha dicho que Dios y el hombre son como dos enamorados que no se han puesto de acuerdo en el lugar de la cita. Dios nos espera en la eternidad y el hombre permanece en la temporalidad. La Navidad nos anuncia que Dios ha entrado en el tiempo, ha tomado nuestra carne para vivir con nosotros. Pero su destino último no era este mundo temporal y caduco, sino volver al Padre. Con la resurrección ha trascendido el tiempo. Y nos ha abierto el camino para llegar también nosotros a él.

Si estamos atentos a la liturgia del Adviento, que, aunque breve es un tiempo muy intenso, observaremos que se nos llama a vivir con la esperanza de la última venida de Cristo para no apegarnos a este mundo y sufrir la frustración de la desesperanza al tener que decir adiós a tantas realidades: desde las familiares a las cosas que hemos hecho y que constituyen la obra de nuestra vida. Esto no quiere decir que no tengan valor: mi familia, mi profesión, mi trabajo, ¿cómo no van a tener valor? ¿Acaso no tuvo valor la vida de Jesús en esta tierra? Él nos enseñó a vivir, a trabajar, a servir a los demás. Pero también nos enseñó a sufrir y morir con la mirada puesta en el Padre. Nada de nuestra vida se perderá, todo lo bueno que hayamos hecho tendrá su plenitud en la eternidad. Esta es la verdadera esperanza.             Cuando domingo tras domingo vayamos encendiendo las cuatro velas del Adviento, avivemos la luz de la fe que nos hace peregrinar hacia la casa del Padre y cada día que transcurra miremos al siguiente como otro paso más hacia la meta definitiva. Dios no defrauda, cumple siempre sus promesas. Para eso ha venido, para darnos la certeza de que nos acompaña en todos los momentos de la vida sin excluir el duro trance del morir que él definió como volver al Padre y formar la verdadera ciudad que permanece porque esta edificada sobre el sólido fundamento de lo eterno

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