Hubo un tiempo donde una vida entregada no requería de demasiadas explicaciones. Los paradigmas mentales y vitales no estaban atravesados por un individualismo y un consumismo feroz, por lo que ver por la calle a unos padres con una prole numerosa, o a un sacerdote, no llevaba inmediatamente a pensar en posibles taras mentales de los protagonistas. Las vidas que testimoniaban —visiblemente— la entrega a un otro no eran, por lo general, descodificadas socialmente con suspicacia.
Sin ningún afán de querer volver a épocas pasadas —a Dios gracias que habito este 2024—, hoy en día hay modos de vivir que ya no encuentran comprensión natural en la mirada congénere; como si hablaran otro idioma. Así lo he vuelto a comprobar estas vacaciones, donde hemos sido —sin quererlo— la atracción del paseo marítimo. La postal no era otra que mi marido y yo —que estamos comenzando la treintena— paseando con cuatro criaturas diminutas, de las que tenemos la fortuna de ser sus padres. Lo que debería ser algo común —unos tipos con varios críos que caminan por un pueblo costero en verano— llamaba la atención. Como si la familia, lo más ordinario en la historia de la humanidad, estuviera quedando reducida a rareza y privilegio.
Qué decir ya de la vida de una misionera, de un religioso, de una laica que vive el celibato apostólico. No hay explicación rápida o etiqueta moderna que permita comprenderlo desde la cordura de un enamorado. Cuando los parámetros por los que interpretamos estas opciones vitales no son los del amor, entiendo perfectamente la reacción. Seguramente yo también miraría en la playa, contaría hijos y desplegaría prejuicios. Pero, por muy inconcebible que hoy nos parezca, las vidas incómodas, volcadas hacia el bien de un prójimo, las habita una alegre plenitud. Como apunta en sus lúcidos aforismos el escritor Julio Llorente: «La felicidad la gana en realidad quien la pierde en apariencia».