Cuando uno piensa en un ermitaño se imagina a un hombre muy mayor, harapiento, con una barba que se acerca al ombligo, muy delgado, en los huesos, y completamente solo. Quizás haya tenido algo que ver el arte, que, habitualmente, ha representado así a los anacoretas, a aquellos que se retiraban al desierto. Pero esta imagen poco tiene que ver, por ejemplo, con Amparo Escriva Vidal, que lleva 33 años como eremita, 29 en Tarragona, la gran mayoría en la ermita de Sant Pau, asentada sobre el pequeño municipio de Arbolí, de poco más de un centenar de habitantes, en las Montañas de Prades, a 40 kilómetros de la capital. Allí, lugar de paso de montañeros y senderistas, no es raro que surjan conversaciones como la siguiente, relatada por la propia Amparo.
—¿Llevas aquí 29 años sola?
¿Qué has ganado con ello?
—No estoy sola. Además, mírame. ¿Me quieres?
—Mujer, te acabo de conocer.
—Bueno, pues yo ya te quiero.
Eso he ganado.
Si algo ha comprobado esta ermitaña en todos estos años es que Dios es amor y que todo es digno de ser amado. «Te hace enamorarte de todos. Cuando emerge Dios, todo lo miras con amor», explica en conversación con ECCLESIA en Madrid, donde participó el pasado mes de julio en unas jornadas sobre vida eremítica organizadas por la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada. El joven de la conversación no entendía esta forma de vida, pero los prejuicios se rompen cuando entran en contacto. Como su casa es vieja y se cae a pedazos, de esta manera lo expresa, es habitual que tengan que pasar por allí los albañiles. «Mira a Amparo, con sus cosas de Dios y qué feliz es», dicen. O los jóvenes que se topan con la ermita durante una ruta y exclaman: «Esta monja no tiene televisión ni sofá y qué contenta está».
«Cuando las conoces, las entiendes, pero tienes que estar con ellas, escucharlas», afirma Isabel Górriz, delegada de Vida Consagrada de Tarragona, que acompaña a los nueve eremitas que hay en su diócesis, seis mujeres con un largo recorrido y otras dos mujeres y un hombre en proceso de discernimiento. De hecho, las primeras mujeres que abrazaron la vida anacorética en la zona fueron clave para la elaboración a nivel diocesano, ya en los años 80, de unas normas y orientaciones sobre esta vocación. Algunas de las ideas que allí mostraban aparecen en unas orientaciones publicadas en 2021 por la congregación vaticana encargada de la vida consagrada. Esta cuestión no es baladí, pues es importante que los candidatos sigan un proceso, hagan un discernimiento y se pidan informes para conocer bien las motivaciones y el compromiso. También que estén insertados en la Iglesia particular que los acompañe y tengan un monasterio de referencia. «Si no es lo tuyo, el desierto te echa fuera», sentencia Amparo. Górriz se ha dedicado a ellos desde 2020 y puede decir que esta tarea le ha traído numerosos beneficios para su vida espiritual. «Son un testimonio de hospitalidad, pues dan todo lo que tienen, y escuchan desde la acogida, el diálogo y el silencio», reconoce.
A Amparo le encanta vivir en la ermita y su vida sencilla, aunque los inicios no fueron fáciles. El primer año como ermitaña fue «muy duro», le mordía la soledad, como ella mismo reconoce. Echaba de menos a tantas personas…
Les pidió, por favor, que no la visitaran para adaptarse lo antes posible. Se le desmontó todo, incluso lo que creía saber de la oración. Por sus mejillas cayeron muchas lágrimas. «Pensaba que la noche del espíritu tenía que venir en el desierto, pero no me imaginaba que tan pronto y con tanta densidad». Le había costado once años tomar la decisión y tras 23 como religiosa en la Congregación de San José de la Montaña. Ponía todas las excusas posibles, se afanaba por ocupar su tiempo, pero su camino estaba marcado. Fue al abrir el Código de Derecho Canónico y encontrarse con el canon referido a esta forma de vida cuando ya no se resistió más. Las carencias materiales tampoco ayudaron en los inicios, aunque la providencia siempre las resolvió. Es algo que ha aprendido a lo largo de los años. Una bolsa de pan cuando no tenía que comer o un sobre con dinero porque habían utilizado un dibujo suyo en un cartel cuando estaba sin blanca.
Su vida es sencilla y, a la vez, plena. Discurre entre la oración y el trabajo, entre las 05:30-06:00 horas, cuando se levanta y toma el café, hasta la hora de acostarse, a las 20:30. Oración ante el sagrario, lectio divina, lectura espiritual y trabajo. La escultura en madera y cerámica es lo que le ha permitido «ganarse el bocadillo». En este momento ya no acepta más encargos, tiene trabajo para dos años. «Los eremitas vivimos de nuestro trabajo. Somos fijos continuos para trabajar, pero fijos discontinuos para cobrar. Se pasan épocas de bastante carencia material, pero eso va en el lote de la vida eremítica», añade. También hay ratos de dispersión y de descarga: el descanso tras la comida, el huerto, amasar el barro, cortar la leña con la motosierra o sacar a pasear al perrito que la acompaña antes de irse a la cama. Desde el lecho del descanso ve el reflejo del sagrario y dice con Gloria Fuertes siempre que amanece: «Cuando desperté, volví en ti».
Y aunque ha hecho una opción de vida solitaria, no se esconde del mundo. Su puerta siempre está abierta y su oído atento. «Hay mucha gente que quiere hablar con alguien que no les va a juzgar, creyentes y no creyentes. No esperan recetas. Solo hay que escuchar. Mientras lo hago, yo le digo a Dios, al que llama jefe, el anfitrión, que, por favor, les ayude. Cuando terminan, se van», reconoce. Insiste en que no busca compañía, pero no rechaza al que llama a la puerta. De hecho, es acogedora. El Evangelio es lo primero, repite: «Mi motivación no ha sido huir de nadie».
La relación con los habitantes de Arbolí es ejemplo de ello. Los considera su familia. «Los quiero y me siento querida por ellos», reconoce. No es para menos, en la ermita ha pasado un cáncer, un accidente con rotura del sacro y la muñeca y la Covid-19. Siempre ha habido personas que la han ayudado, que se han acercado a la ermita. Nunca le ha faltado nada. «Son mis mensajeros de Dios», concluye.