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Braval: descubrir un mundo nuevo sin salir del barrio

Promovida por el Opus Dei en el barrio barcelonés del Raval, esta iniciativa trabaja por la integración de los menores migrantes en la sociedad a través del deporte y la ayuda al estudio. Marc Andrei lo ha vivido en primera persona

La historia de aquel niño Marco que vivía en un pueblo italiano al pie de la montaña, en una humilde morada y se levantaba muy temprano para ayudar a su mamá, hasta el día en que ella tuvo que partir cruzando el mar a otro país… es una historia que muchos niños anónimos de todo el mundo han vivido en sus propias carnes. Otro pequeño de 5 años, con el mismo nombre —aunque en su versión en catalán— Marc, sabe lo que es que «un día la tristeza llegue a tu corazón», como decía la canción de la serie infantil. Él no vivía en un pueblo italiano, sino en Manila, capital de Filipinas. Su madre, después de haber hecho una buena carrera, tenía un sueldo muy precario y un familiar la invitó a mudarse a Barcelona para prosperar. Marc Andrei lo recuerda como si fuera ayer: «El día que se fue, nos quedamos mi padre y yo en un bordillo en el aeropuerto desde el que se ven los aviones despegar».

El primer año sin su madre fue horrible para todos. Todo lo que ella ahorraba se lo gastaba en ir a visitar a su hijo. Al terminar el segundo año de separación, consiguieron los papeles para volver a reunirse. Así, Marc, con 8 años y sin hablar una palabra de español, se instaló junto con sus padres, tíos y primos, en total nueve personas, en un piso de 60 metros cuadrados del barrio barcelonés del Raval.

La adaptación la recuerda como un proceso dulce, nada que ver con lo que había supuesto la separación materna. La acogida por parte de un compañero de clase, Eric, le puso las cosas mucho más fáciles. «Estuve en clase con él de 2º a 6º de Primaria. Desde el primer día conectamos muy bien, me abrió los brazos, porque yo no sabía nada de español, siempre me invitaba a jugar al fútbol con él o a sentarme en su mesa en el comedor». Marc Andrei, que ahora tiene 22 años, ya no tiene contacto con Eric, pero estará eternamente agradecido a aquel niño apasionado por el fútbol, que le acabó contagiando el amor por la pelota y las botas, y, con ello, sin saberlo, le cambió la vida.

Después de dos años jugando en el recreo, y demostrando ya cierta destreza, Eric invitó a Marc a formar parte de su equipo de alevines. Era un equipo del barrio, que pertenecía a la asociación Braval. Marc se apuntó por el fútbol, pero se quedó por todo lo demás. Con los 80 euros de matrícula que pudieron poner sus padres, que estaban pasando penurias económicas, Marc Andrei entrenaba un día a la semana y pasaba el resto de las tardes de la semana estudiando con los voluntarios de la asociación. «Eric nunca me dijo que había estudio. Luego me encontré que sí, y empecé a ir siempre. Aprendí cómo organizarme con el estudio», reconoce en conversación con ECCLESIA.

Braval es una organización social que, desde 1998, ayuda a niños migrantes del barrio del Raval a través del deporte y del estudio. Desde entonces, por su local han pasado 1.600 menores de entre 8 y 18 años, de 30 nacionalidades diferentes, que han aprendido a convivir y respetarse en un barrio dominado por los guetos. Tras su paso por Braval, 580 están actualmente trabajando con un contrato y todos los papeles en regla, y 27 han finalizado sus estudios universitarios. Son cifras tras las que se esconden historias como la del chico impresionado por los chips que construía la NASA, que se fío de sus mentores de Braval y actualmente es un ingeniero informático con un buen trabajo.

Cifras que hace 26 años eran mucho más modestas, aunque el trabajo de Josep Masabeu y sus amigos era igual de incansable que ahora. Empezaron de cero por la explosión de inmigración que, en pocos meses, convirtió un barrio de nacionales mayores muy humildes en uno lleno de niños migrantes, que pronto desbordaron las escuelas de la zona. Masabeu investigó en el extranjero proyectos como el que él quería poner en marcha y sacó en claro dos claves: que debían entrar en la cultura de la ciudad y no hacer algo específico para migrantes, y que debían mezclarse. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso; entre ellos surgió una verdadera curiosidad que nace del afecto. Así, «aunque los de tal raza son muy raros, justo los dos que hay en mi equipo son geniales» ejemplifica Masabeu. No solo no hay problemas entre distintos credos, sino que todos acuden a las fiestas de los demás. El propio Marc, católico, ha experimentado una jornada de ayuno de Ramadán con sus amigos musulmanes.

Actualmente, es estudiante de Administración y Dirección de Empresas en la Universidad de Barcelona. Está en cuarto curso, gracias a una beca Braval, que financia la carrera a aquellos que quieren seguir estudiando y van aprobando en cada convocatoria. Ahora aprueba a la primera para no quedarse sin beca; cuando empezó, lo hacía para jugar el partido de los sábados. En su tiempo libre, ha vuelto al Raval a entrenar a un equipo de cadetes. Y aunque le sigue gustando mucho, no lo hace por el fútbol. 

Lo hace por dos razones, y la primera tiene nombre propio: Kiko Carbonell. Hace 14 años fue su entrenador, el mismo que no le dejaba jugar si suspendía un examen. Ahora quiere ser como él y ayudar a otros chavales, porque Marc no habría llegado a donde está si no hubiera tenido a alguien de referencia «que te diga cómo hacer las cosas». La segunda razón es que a Marc le gusta dirigir. Tiene la suerte de que puede hacer las dos cosas como entrenador de fútbol. Y, además, juega en casa. Un sustantivo que para él hace muchos años que se escribe en castellano o en catalán, pero no en tagalo. 

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