El presidente del Dicasterio para el Diálogo Interreligioso ha participado esta semana en las jornadas organizadas por la Subcomisión Episcopal para las Relaciones Interconfesionales y el Diálogo Interreligioso
El cardenal Miguel Ángel Ayuso, MCCJ –Sevilla, 1952– es uno de los eclesiásticos españoles de más alto rango en Roma. Presidente del Dicasterio para el Diálogo Interreligioso desde 2019, ha sido misionero en Egipto y Sudán, donde adquirió una experiencia fundamental que ha permitido al Vaticano desbloquear y avanzar en las relaciones entre Iglesia e islam. Creado cardenal en 2019, fue un importante negociador en el reencuentro con el gran imán Ahmed el-Tayeb, que habría de cristalizar en el Documento sobre la Fraternidad Humana, a favor de la paz mundial y la convivencia común, rubricado en Abu Dhabi por el papa Francisco y el propio Tayeb. Es licenciado en Árabe y Estudios Islámicos por el Pontificio Instituto de Estudios Árabes e Islámicos de Roma y doctor en Teología Sistemática y Dogmática por la Universidad de Granada. Esta semana, ha participado esta semana en las jornadas para La oración en el diálogo interreligioso: estar juntos para orar, organizadas por la Subcomisión Episcopal para las Relaciones Interconfesionales y el Diálogo Interreligioso, de la Conferencia Episcopal.
¿En qué momento nos encontramos, dentro de este árido camino del diálogo interreligioso?
Se cumplen 60 años de la creación del Secretariado para los no cristianos –hoy Dicasterio para el Diálogo Interreligioso– y, aunque se ha avanzado mucho en estas décadas, todavía queda mucho por hacer. En tiempos de guerra y de un clima social deteriorado, cualquier contribución que pueda preservar la paz y la fraternidad debe ser muy bienvenida, cosa que no siempre ocurre.
¿Todavía encuentra cierta hostilidad a la propuesta de su Dicasterio dentro de la Iglesia?
Desafortunadamente, todavía me muevo en muchos ambientes donde hay enorme resistencia al diálogo interreligioso. He dado cursos entre el clero con ambientes muy difíciles –en misiones– y reacciones horrorosas. Las preguntas son siempre un martirio, la resistencia es tremenda: que si «esto no puede ser», que si «esto no es necesario», que si «esto es perder el tiempo»… También trato bastante con profesores de religión cristiana en escuelas musulmanas, para animarles. Ahí veo que me escuchan, pero que, al final, se acaban quejando de que no se sienten integrados, de que están marginados por la mayoría. He dado cursos a seminaristas que han sido una bomba, con reacciones muy negativas, lo cual siempre me dejó muy decepcionado. Y luego recuerdo, por ejemplo, que fui también a un coloquio en una aldea del desierto sudanés, con catequistas, gente de la parroquia y de la comunidad, y empezaron a aplaudir como locos: «¡Bravo, padre, esto es lo que nos hace falta, esto es lo necesario para vivir!». Y yo pensé: «No sé por qué se quejan los que hacen desayuno, comida y cena cada día, y estos pobres te dicen que el diálogo interreligioso es una maravilla, que, gracias a este espíritu, si conseguimos educar a la gente, unos y otros van a poder hacer juntos la fila para poder coger el cubo de agua de la bomba».
¿Cuesta mantener el optimismo con tanta resistencia?
En no pocos sitios me toman el pelo, en muchos me preguntan que qué hago perdiendo el tiempo al promover el diálogo, pero estoy convencido de que es el camino. Mi experiencia me dice que, cuando hay buen espíritu, la recepción del mensaje es total. No hablamos de algo imposible; somos nosotros los que levantamos los muros que nos aíslan de los demás. Hay que pedir mucho por la paz y tener fe. Hay que animarse, porque el diálogo interreligioso no es algo opcional en nuestra labor eclesial; es una necesidad vital de la que depende en buena parte el futuro de la humanidad.
Esta afirmación no deja de contrastar con la actitud de tantas personas que no se lo toman en serio…
El dialogo interreligioso es un diálogo de salvación. Es así. Hablamos de algo que va más allá de un coloquio, es un conjunto de relaciones positivas, constructivas, a fin de conocerse y enriquecerse los unos a los otros. Nuestra búsqueda es común; el intercambio de patrimonios religiosos puede abrir camino para cooperar en la promoción de los valores humanos y espirituales.
Por ejemplo, frente a los poderes públicos. ¿Cómo se puede defender el derecho a la libertad religiosa sin que los respectivos gobiernos interpreten este derecho por la vía fácil de relegar la fe a la esfera privada?
Es difícil combinar ambas esferas. El islam, por ejemplo, se dice que es religión y Estado, una combinación de la vida social y política con la dimensión religiosa. Sólo si entramos en el camino del diálogo interreligioso podremos integrar la visión de diferentes comunidades, y nosotros podremos dar verdaderamente al César lo que es del César y a Dios, lo que es de Dios. Más allá de cuestiones jurídicas, hay mucho por hacer. Más allá de polémicas, me pregunto qué problema puede ver alguien en que una pequeña comunidad que no es católica tenga un lugar para dar gloria a Dios.
Se puede ver como una amenaza el crecimiento de esta fe que dice que es religión y Estado…
Cuántas veces se mete miedo, se dice que viene el lobo, que cada vez hay más musulmanes, que vienen a convertir Europa. Yo suelo responder con el Salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta». Es cierto que el islam tiene una dimensión universal, como el cristianismo, y, por lo tanto, no es expansionista, sino que forma parte de su propia identidad. No me preocupa que vengan musulmanes que puedan convertir nuestro país, sino que Europa y España hayan renunciado a sus raíces cristianas, a su identidad. Nos estamos deshaciendo, pero miramos al que viene de fuera antes que a nosotros mismos. Benedicto XVI ya tocó desde el inicio de su pontificado el tema del relativismo. Europa y el humanismo se deben a los valores cristianos: como Cristo salvó a la humanidad, que sea el hombre quien construya la ciudad.
¿Diría que el motor de este rechazo es el miedo?
No podemos ver a los otros como enemigos. Por culpa del miedo nos encerramos en nosotros mismos, nos alejamos y empeoramos los problemas. El miedo es el peor enemigo del diálogo y tiene un fundamento esencial: la ignorancia. Hay mucha ignorancia y arrogancia, cuando lo que hace falta es educación, formación. Si uno está bien educado, siempre será capaz de percibir las cosas en su manera justa y tener una posición desde el respeto mutuo. Sin miedo, podemos ponernos uno al lado del otro, mirar hacia delante y decir: ‘Este es el mundo en que vivimos, qué pena, vamos a tratar de transformarlo’. El diálogo es imperativo como parte de la misión de la Iglesia. Existe una necesidad de ser auténticos testigos de nuestra fe en un mundo plural y renovar nuestras comunidades eclesiales para ser, cada uno de nosotros, auténticos promotores de diálogo. El mundo se ha empequeñecido, las migraciones incrementan los contactos entre personas y comunidades diferentes. Esta realidad interpela nuestra conciencia de cristianos, y es un desafío para la comprensión de la fe y de la vida concreta de las iglesias locales. La Iglesia debe sostener los derechos de cada ser humano en cada lugar y parte del tiempo.
La ciudadanía como imperativo moral.
El diálogo nos enseña a descubrir que somos ciudadanos y creyentes. Normalmente se nos considera ciudadanos o creyentes, y como creyentes se nos excluye. Se nos margina, y en esto tenemos que trabajar todos juntos, para lograr la libertad y la igualdad. Recuerdo que me pidieron que interviniera en un foro sobre la Carta de Medina y les dije: renueven la declaración y otorguen ciudadanía de pleno derecho a todos los vivientes. En 2008, participé como consultor en el Sínodo de Medio Oriente y los patriarcas decían: «Nosotros no queremos ser aceptados o tolerados, queremos ser ciudadanos de pleno derecho, ya que hacemos el servicio militar, cumplimos con nuestras obligaciones y con nuestras leyes como el resto». Plena ciudadanía: no hay buenos ni malos, ni muchos ni pocos. Todos somos hermanos. Si queremos la paz, tenemos que trabajar juntos. No es fácil, pero tampoco es una utopía.
¿Hasta qué punto estos cambios del mundo deben suponer cambios en las religiones?
Las religiones no son un sistema cerrado, sino que están en camino, intentando pasar de la tolerancia a la convivencia, al reconocimiento del otro como hermano. No se puede dialogar en la ambigüedad, hay que tener en cuenta la identidad del que dialoga. Quien reza y piensa de manera distinta a la mía no es un enemigo. Hay que creer en la sinceridad de las intenciones recíprocas. Para dialogar no partimos de la nada, existe nuestra condición humana, en la base de nuestra colaboración están las raíces comunes de nuestra humanidad. Es un buen terreno de encuentro. No decimos que todas las religiones sean iguales, sino que todas las personas que buscan a Dios y todas las personas de buena voluntad, aunque no tengan una afiliación religiosa, tienen igual dignidad. El diálogo tiene esta función civil de la coexistencia, no edificada en la condición del descarte, en plena cultura de la indiferencia y la avaricia, es una solidaridad nueva y universal. Debemos oponer la educación al virus del individualismo radical, y para ello tenemos dos instrumentos: la benevolencia, querer el bien del otro, y la solidaridad, que cuida la fraternidad y se expresa en el servicio a la persona y no a las ideologías.
Pese a todos sus detractores, el diálogo es parte importante del magisterio de Francisco…
La cultura del encuentro está omnipresente en su pontificado; es la clave interpretativa de la propuesta de Francisco a la humanidad, sean cristianos o no. La fraternidad es siempre preferible a cualquier nivel y en toda situación. Gracias al Papa vivimos un gran impulso al diálogo interreligioso. Al día siguiente de su elección, a Francisco le visitó un grupo de representantes de distintas religiones. Les dio una cálida bienvenida y les dijo: «Espero que tengamos un diálogo de amistad y fraternidad. Os lo repito: espero que tengamos un diálogo de amistad y fraternidad». Francisco cree en esto y nadie en el mundo le supera en autoridad moral, esto es reconocido en todos los ambientes. Si vas a Fratelli tutti, por ejemplo, es una brújula para navegar por las aguas turbulentas de este mundo. Tiene un capítulo dedicado al diálogo interreligioso, invitando a cultivar la virtud de la caridad a todos los niveles, desde la vida personal a la política. Como él mismo suele decir, «el diálogo no es otra cosa que hacernos compañeros de viaje en nuestro camino hacia la verdad».
Aun así, su Dicasterio es un tanto modesto.
Un predecesor mío, cuando le preguntaron cuántas personas trabajaban allí, respondió: «Somos 16, pero nos ocupamos de dos tercios de la humanidad». Nuestra misión de diálogo es vasta. Recuerdo que, siendo sacerdote misionero, visité una aldea en medio del bosque en Mozambique, y pregunté si había musulmanes. Me dijeron que no me preocupase por eso, pero finalmente descubrimos que había un musulmán que vivía en el campo. Fuimos a saludarlo y no se me olvidará con qué alegría me dio las gracias por el mensaje que cada año se lanza desde el Vaticano de felicitación por el Ramadán. Allí, en lo más profundo de la selva, saltó la liebre. A veces se hacen cosas casi por inercia y no percibimos que esa constancia tiene un gran valor para mucha gente. Estar unidos en el diálogo o, al menos, un poco menos divididos, es un testimonio necesario.
Al hilo del testimonio necesario, ¿cómo opera el diálogo interreligioso en el ámbito de la evangelización?
En materia de diálogo interreligioso, había un muro hasta el Concilio Vaticano II. Ahí, el dique se agrietó, luego se rompió y el río se ha acabado propagando. Estamos llamados a hacer progresar todos los valores espirituales, morales y socioculturales que se encuentran en las diversas religiones. El Concilio Vaticano II intentó que el testimonio del Evangelio de Jesucristo llegase hasta donde las fronteras parecían insuperables: al corazón de los hombres y mujeres que siguen a otras religiones. Y lo consiguió de manera amigable y respetuosa. Ahora, Francisco nos pide que atravesemos el umbral de vivir la propia identidad en la valentía de la alteridad. Solo así la fidelidad a Dios en Jesús se convierte en historia nueva, en construcción de una civilización de la alianza, que abraza la riqueza de la diferencia en la paz y el intercambio de los dones. Abrirse a los demás, descubrir los valores en los que viven, caminar juntos y cooperar en la búsqueda de la justicia y la paz significa dar testimonio de la plenitud de la verdad y de la vida, que, como cristianos, contemplamos y recibimos de Jesús.