En el Día Mundial del Circo, entrevistamos a José Aumente, director de la Pastoral de Circos y Ferias de la Conferencia Episcopal, una labor tan desconocida como sacrificada
Este sábado, 20 de abril, se celebra el Día Mundial del Circo. Y en este mundo, tan mágico como atípico, también resuena la Buena Noticia de la salvación. Charlamos con José Aumente, director de la Pastoral de Circos y Ferias de la Conferencia Episcopal, una de las labores menos conocidas y más sacrificadas de la Iglesia que peregrina en España. Tras más de veinte años recorriendo nuestro país para llevar los sacramentos a payasos, domadores de fieras, equilibristas o magos, hoy en día mantiene la atención espiritual y social a más de cuarenta circos en nuestro país. «Me encanta el trabajo que Dios me ha dado», reconoce.
¿Cómo es actualmente la situación de los circos en nuestro país?
Con la pandemia, el mundo circense sufrió un golpe tremendo, pero los problemas venían ya de antes, de la crisis económica de 2008. Desde entonces, los grandes circos fueron cayendo uno tras otro –como, por ejemplo, el Circo Mundial o el Wonderland, que eran enormes–. Con una y otra situación, la gran mayoría de circos han pasado una noche oscura. Se han salvado un poco los familiares, donde si hay pan, comemos pan, y si hay cebolla, comemos cebolla. Pero los sueldos de cara al exterior son algo mínimo. Ahora ya van reponiéndose, hay quien comienza a contratar artistas… No hay todavía grandes circos, pero sí circos muy dignos. Hoy en día, hay ya espectáculos muy buenos en la mayoría de los circos. Son modelos muy familiares: el artista se multiplica y hace varios números, lo mismo el trapecio que coger el mazo y clavar las estacas para levantar la carpa.
¿A cuántas personas llega, aproximadamente, la Pastoral del Circo en nuestro país?
No me atrevería a dar una cifra, porque son bastantes. Por ejemplo, cuando hay un bautizo o una comunión, se reúnen 60 o 70 personas en las celebraciones, es una comunidad muy participativa. Porque los circos forman entre sí como una especie de familia, hay muchos unidos por lazos de sangre que han casado a sus hijos. Pero le puedo asegurar que la inmensa mayoría de los niños que nacen en el mundo circense son bautizados. Algo parecido a lo que sucede con la primera comunión.
¿Y qué ocurre después, con el resto de sacramentos?
Con los demás sacramentos ya es algo más difícil, por el estilo de vida tan complicado que llevan. Como mucho, paran en un lugar una semana, montan, desmontan y se marchan. Es un ritmo de vida completamente distinto, no es el de cualquier otra persona que pueda decir «el domingo vamos a misa». Es algo parecido a la preocupación por la escolarización de sus hijos. Porque, si hay cuatro o cinco niños, el Estado les pone un maestro para que los acompañe en su itinerancia. Pero, si no, tienen dar las clases por internet y en compañía de sus padres. Hay quien va a Misa, pero no es lo más habitual, no porque rechacen el sacramento, sino porque viven en un mundo completamente artificial, donde no conocen al párroco ni saben siquiera donde está la iglesia. No es fácil, es un mundo muy sacrificado, solo se puede dedicar a este trabajo quien ha nacido en este mundo. Hacemos confirmaciones y matrimonios también, por supuesto, ahora mismo hay tres parejas que se están preparando para ello.
¿Y cómo viven la fe las familias que trabajan en el circo?
Se puede afirmar sin ninguna duda que nuestros hermanos del circo son completamente católicos y llevan una vida de fe. Se respira un ambiente muy cristiano en su mundo. Hace tiempo, compuse un libro de oraciones que les reparto para su día a día y es un regalo que agradecen y cuidan mucho. Siempre lo tienen presente.
¿No ha proliferado en este campo, como en tantos otros, la presencia de otros credos?
Yo no lo he visto nunca en el circo. Como mucho, alguien que se haya casado con una persona ortodoxa, pero que enseguida han participado en nuestros ritos y celebraciones como uno más. O una vez que un trabajador musulmán –no un artista, sino un montador–, que con mucho respeto me dijo: «Padre, yo sus cosas no puedo tocarlas». Pero nada más.
Para ellos será una gran alegría recibir a un sacerdote en su casa…
Al cura lo reciben con grandísimo cariño, pero como uno más. Una de las cosas buenas de los circenses es que, cuando estás con ellos, no puedes ser una estrella. No se te agasaja como tal, sino como a un amigo. Cualquiera que vaya allí con focos y luces será como una estrella fugaz, que en cuanto sale por la puerta, es olvidado. Es todo muy normal, estás con gente muy normal y con la que tienes una relación muy cariñosa.
¿Cuántas personas trabajan junto a usted en la Pastoral del Circo?
Poquitas. A tiempo completo, yo. Y alguno hay que echa una mano, pero hemos quedado muy pocos, porque ya de por sí los curas hemos menguado. No es, además, un trabajo muy atractivo, porque hoy estás y mañana, no. No es como una parroquia. Cuando viene el circo al recinto ferial de una parroquia, si hay curas sensibles, les van a saludar. Pero, desgraciadamente, muchas veces se les ignora. Cuando llega alguien hay que tener la sensibilidad de ir y presentarse, ver si necesitan algo, etc. Son los mínimos. En ese sentido, el sacerdote puede ser como el espectador, que va al espectáculo y, una vez que se acaba, no nos importa mucho lo que pase con las personas. La Pastoral del Circo les tiene respeto y queremos que no sean tratados como bichos raros, pues le puedo garantizar que hay mucha gente buena ahí.
¿Cómo llegó usted a esta pastoral tan poco conocida?
Yo entré en contacto con el mundo del circo cuando tenía quince años. Estaba en el instituto secular Siervos de la Iglesia y el fundador —el italiano Dino Torreggiani— comenzó esta labor pastoral de ser el cura de los circos y feriantes. Lo he mamado desde los quince años, y mi fundador es el mejor modelo que tengo. Recuerdo la primera vez que fui a un circo, en Valladolid. Me pidió que le preparase todo para una Misa allí, y después de celebrar me pegó una buena bronca porque la casulla estaba un poco estropeada, desgastada por la parte delantera, del roce con el altar. Me dijo: «Nunca, nunca lleves cosas viejas al circo. Hay que llevar lo más bonito que tengamos y lo más limpio. Primero, por respeto al Señor en la Misa. Y, segundo, por respeto a esta gente, que necesita también que se la respete exteriormente y se la dé dignidad». Es una lección que aprendí bien y nunca he olvidado. Si en las Sagradas Escrituras se dice aquello de «el lote de mi heredad», yo puedo decir que me ha tocado el lote más hermoso. Me encanta mi arena, el trabajo que Dios me ha dado.