* Ciriaco Benavente es obispo emérito de Albacete.
Me piden unas líneas desde mi situación de obispo emérito. Quiero decir, en primer lugar, que asumí la jubilación con mucha paz, no sin la añoranza de lo que conlleva el ejercicio de un ministerio difícil, pero apasionante en tantos aspectos, y en que, si había pocos días sin algún problema, eran muchos los que te encontrabas con alegrías que compensaban. Es verdad que siempre le acompaña a uno la sombra de tantas deudas para con el Señor, la Iglesia y los hermanos. Pero procuro confiar el pasado a la misericordia de Dios e intento, con su gracia, cultivar la esperanza de que lo mejor siempre está en el futuro. Es la manera de vivir reconciliado con la escatología.
Atrás queda el vértigo de ocupaciones y preocupaciones inherentes al ministerio. Un aspecto en el que se experimenta la liberación es el de no tener que hacer nombramientos, una situación angustiosa cuando la crisis vocacional, ya crónica, va dejando sin relevos. Nunca dejaré de agradecer la generosidad de tantos presbíteros, que, cada vez con más años, seguían dispuestos a asumir más responsabilidades. Por mi parte, siempre que las fuerzas lo permitan, quiero seguir arrimando el hombro en todo lo que pueda o me pidan. Cada día que pasa siento que se acrecienta, si cabe, mi amor a la Iglesia; que me impactan con fuerza sus alegrías y sus sufrimientos, que gozo con sus glorias y sufro con sus pecados.
Como no se me ha pedido escribir sobre un tema concreto, me permito compartir una de las preocupaciones que me acompañan y por las que rezo: me duele la animadversión y las críticas, a veces tan variopintas y duras, que, sin pizca de pudor, dirigen algunos, sobre todo desde dentro, contra el papa Francisco. Ahí va, pues, casi como un desahogo, esta modesta reflexión en que lo único valioso son, seguramente, las citas que la enmarcan.
Me impresionó, leyendo el prólogo de Ricardo Blázquez a la obra de Henri de Lubac, publicada en 2022, Paradoja y misterio de la Iglesia y la Iglesia en la crisis actual, una cita. De Lubac, a pesar de haber sido silenciado y apartado de su labor docente como sospechoso, manifiesta un gran amor a la Iglesia, representada en el sucesor de Pedro: «Cuando el centro de la unidad es el blanco preferido de los ataques más apasionados, al creerse cada cristiano con derecho a lanzar al sucesor de Pedro ante el mundo reproches altivos, la Iglesia, toda la Iglesia, queda herida en su corazón. Los que en el momento actual condescienden con tales excesos no saben lo que hacen».
El texto citado recobra una rabiosa actualidad, especialmente después de la publicación de Fiducia supplicans. Las voces críticas, hasta tildar de herético el documento, no han sido acalladas por las sucesivas aclaraciones del Santo Padre, que ha reiterado que «la intención de las bendiciones pastorales y espontáneas es la de mostrar la cercanía del Señor y de la Iglesia a aquellos que, en diversas situaciones, piden ayuda (fiducia supplicans) para seguir o, a veces, para iniciar un camino de fe».
Parece que, a veces, la fijación en la normativa moral o el derecho canónico es tan rígida que hemos dejado de preguntarnos qué haría Jesús. Y no se trata de menospreciar aquello que pertenece a los contenidos de la fe o de los comportamientos que de ello se derivan. El Papa ha dejado claro que no pretende cambiar la doctrina.
Recuerdo que, cuando Francisco, en Evangelli Gaudium, habla de la transformación misionera de la Iglesia, quiere que resplandezca, sobre todo, la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En ese contexto, recuerda, de la mano de santo Tomás de Aquino, que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía en las virtudes y en los actos que de ellas proceden. Allí, lo que cuenta es «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). «La misericordia, dice el doctor angélico, es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias» (cf. EG 38). En este contexto, Evangelii Gaudium recoge otras dos citas; la primera del mismo santo Tomás: «Que los preceptos dados por Cristo y los apóstoles al pueblo de Dios son poquísimos». Le segunda es de san Agustín, que advierte que «los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación para no hacer pesada la vida a los fieles y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando la misericordia de Dios quiso que fuera libre».
Nos cuesta aceptar que la Iglesia en salida sea una Iglesia de puertas abiertas, «una madre de corazón abierto» (cf. Ib. 45).
Me produjo alegría encontrar que san Bernardo, en una de sus homilías, habla de las tres bendiciones de Dios nuestro Padre. El texto resulta tan oportuno que vale la pena citarlo:
«Te adelantaste a bendecirlo con dulzura. Necesitamos tres clases de bendiciones: la que nos antecede, la que nos ayuda y la que nos da la perfección. La primera es la de la misericordia, la segunda la de la gracia, y la tercera la de la gloria. La misericordia antecede a la conversión, la gracia sostiene esta conversión y la gloria la lleva a su plenitud. Si Dios no nos concediera estas tres bendiciones, nuestra tierra no produciría el fruto de la salvación. Sí, nos es imposible comenzar el bien sin la iniciativa previa de la misericordia, o practicarlo si la gracia no nos ayuda, o llegar a su perfección mientras no estemos inmersos en su gloria.
De estas tres bendiciones, la más entrañable para nosotros es la que nos anticipa a nosotros, totalmente vacíos de méritos, e incluso a partir de grandes deméritos».
Hay que mirar a Jesús, que conocía como nadie las entrañas del Padre. Sería muy esclarecedor ver cuántas «bendiciones» repartió entre pecadores y personas consideradas como de «mal vivir»