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Contra toda esperanza

Al filósofo alemán Walter Benjamin le debemos unas cuantas frases célebres. Una de ellas dice así: «Cada mañana [la prensa] nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello, somos pobres en historias memorables». Cuando escribió estas líneas, Benjamin pensaba en el exceso de información que nos abruma a diario. Las palabras han perdido su virginidad prístina para convertirse en reflejo de una ideología o de una voluntad de poder. Junto a la palabra, se encuentra también la memoria —o su ausencia—. Porque los relatos que sustancian la sensibilidad del mundo moderno o bien reflejan unos intereses determinados —los propios del poder, por ejemplo— o bien borran el recuerdo, porque en definitiva solo el futuro cuenta: esa novolatría característica del pensamiento utópico.

Frente a ello se erige la memoria cristiana, que se nutre de la misericordia. Fuimos, somos y seremos amados; de ahí que, junto a la memoria del dolor, perviva una memoria del bien que agradece la vida y la belleza, la fidelidad y la salvación, la bondad y el amor. Volviendo a Benjamin, lo propio de las historias memorables es que la vida no se encierra en sí misma ni cede al resentimiento ni cae en el nihilismo, sino que apunta hacia la esperanza. He aquí una clave que no debemos dejar de lado.

Contra toda esperanza es el título del gran libro de Nadezhda Mandelshtam, escrito durante los años duros del totalitarismo soviético. Contra toda esperanza se levanta el auténtico icono de la memoria humana. Este es un deber que nos incumbe a todos, pero de un modo muy específico a la cultura y al pensamiento cristianos.

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