El 21 de enero la Iglesia celebra la fiesta del mártir san Fructuoso, obispo de Tarragona y de sus dos diáconos Augurio y Eulogio, también mártires. Fueron quemados durante la persecución del emperador Decio el 259 en el anfiteatro de Tarragona.
Es un gran don, el del diaconado, un don que el Señor hace a su Iglesia y que debemos saber valorar. Es el don de tener un sacramento, el del orden, que se convierte en imagen de Cristo Siervo. Por tanto, los diáconos son para nosotros un recordatorio vivo del oficio de siervo de Cristo: «el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir a los demás, y a dar su vida como precio de rescate para todos los hombres» (Mt 20,28).
Y es, a su vez, una gran vocación que articula toda la vida en torno al servicio: el servicio a la mesa de la Eucaristía, el servicio de la Palabra y el servicio de la mesa de los pobres —la caridad—. El diaconado es una gran luz por todos nosotros y para nuestro mundo. Desgraciadamente, tanto en la sociedad como en otros ámbitos de la vida y también en la Iglesia no se compite por el servicio. Si hay codazos es para ver quién llega antes o más arriba. Por eso, el ejemplo de los diáconos, que hacen del servicio el eje de su vida nos ilumina a todos en nuestro seguimiento de Cristo siervo.
El Señor nos enseña que el camino del servicio humilde, como el que hizo lavando los pies a los discípulos, es el camino hacia Dios y el camino hacia el corazón del otro. Él lo hace con nosotros: se ciñe la toalla, se abaja a lavarnos los pies. Desde esta humildad, el
Señor nos sirve, curando y vendando las heridas de nuestros pies llagados de vagar por los caminos de la vida, buscando dónde descansar nuestro corazón.
En la vida, estar por encima del otro aleja las personas, puesto que se toma una posición de control sobre el otro y el otro se convierte en un subordinado. Por el contrario, estar a la altura de los pies, bajándose, sirviendo acerca las personas, y por eso, Cristo actúa así con nosotros, abajándose y haciendo de su vida un servicio.
Ojalá aprendamos la lección de humildad cada vez que se abaja por nosotros lavándonos los pies. Ojalá también nos fijemos en los diáconos que tenemos en nuestras parroquias, y que sepamos valorar su servicio y veamos en ellos a Cristo que se ha hecho Siervo, que da la vida por nosotros.
Debemos pedirle al Señor ser servidores los unos de los otros, en todas partes: en las parroquias, con la familia, en el trabajo, en los estudios, en el barrio o el pueblo. La vida se ve muy distinta cuando uno vive poniéndose al servicio, a los pies de los demás o si los mira por encima. El que se abaja, empieza a ver el mundo desde la altura de los niños, aquellos de los que dice el Señor: ««Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 2-3).
Demos, pues, gracias a Dios por el don del diaconado y por nuestros diáconos y oremos por ellos, especialmente por los que tenéis en vuestras parroquias. Y oremos también por las vocaciones al diaconado, por todos aquellos que Dios llama a ser imagen de Cristo Siervo y por todos los que han iniciado ya el camino preparándose para una futura ordenación, y también para sus familias.