Excelencias, señoras y señores:
Me complace recibirlos esta mañana para saludarlos personalmente y felicitarlos por el nuevo año. Agradezco, de modo particular, a Su Excelencia el Embajador George Poulides, Decano del Cuerpo Diplomático, por sus gentiles palabras que expresan muy bien las preocupaciones de la comunidad internacional al inicio de un año para el que quisiéramos paz y que, sin embargo, comienza bajo el signo de conflictos y divisiones.
La ocasión me es propicia también para agradecerles su compromiso dedicado a favorecer las relaciones entre la Santa Sede y vuestros países. El pasado año, nuestra “familia diplomática” se amplió aún más gracias con el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Sultanato de Omán y el nombramiento del primer Embajador, aquí presente.
Al mismo tiempo, deseo recordar que la Santa Sede ha procedido al nombramiento de un Representante Pontificio Residente en Hanói, después de que, en el pasado mes de julio, se concluyó con Vietnam el relativo Acuerdo sobre el estatuto del Representante Pontificio, con el fin de continuar juntos el camino recorrido hasta ahora, bajo el signo del respeto recíproco y de la confianza, gracias a las frecuentes relaciones en el ámbito institucional y a la colaboración de la Iglesia local.
En 2023 se ratificó también el Acuerdo Suplementario al Acuerdo entre la Santa Sede y el Kazajistán sobre las mutuas relaciones del 24 de septiembre de 1998, que agiliza la presencia y el servicio de los agentes pastorales en el país; y ha sido además ocasión para celebrar cuatro significativos aniversarios: el centenario de las relaciones diplomáticas con la República de Panamá, el setenta aniversario de las relaciones con la República Islámica de Irán, el sesenta de las establecidas con la República de Corea y el cincuenta de relaciones con Australia.
Queridos embajadores:
Hay una palabra que resuena en modo particular en las dos principales fiestas cristianas. La oímos en el canto de los ángeles que anunciaban en la noche el nacimiento del Salvador y la escuchamos en la voz de Jesús resucitado. Es la palabra “paz”. La paz es en primer lugar un don de Dios: es Él quien nos deja su paz (cf. Jn 14,27), pero al mismo tiempo es nuestra responsabilidad: «Felices los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Trabajar por la paz. Una palabra tan frágil y a la vez tan comprometedora y densa de significado. A ella quisiera dedicar nuestra reflexión de hoy, en un momento histórico en el cual está cada vez más amenazada, debilitada y en parte perdida. Por otra parte, es tarea de la Santa Sede, en el seno de la comunidad internacional, ser una voz profética y una llamada a la conciencia.
La vigilia de la Navidad de 1944, Pío XII pronunció un célebre Radiomensaje a los pueblos de todo el mundo. La segunda guerra mundial se acercaba a su fin, después de más de cinco años de conflicto y la humanidad ―decía el Pontífice― sentía «una voluntad cada día más clara y firme surge en una falange, cada vez mayor, de nobles espíritus: hacer de esta guerra mundial, de este universal desbarajuste el punto de partida de una era nueva, para la renovación profunda» [1]. Ochenta años después, el empuje de aquella “renovación profunda” parece haberse acabado y el mundo está siendo atravesado por un creciente número de conflictos que lentamente transforman lo que he definido muchas veces como “tercera guerra mundial a pedazos” en un verdadero y propio conflicto global.
No puedo en esta sede no reafirmar mi preocupación por lo que está sucediendo en Palestina e Israel. Todos nos hemos quedado conmocionados por el ataque terrorista contra la población de Israel del pasado 7 de octubre, en el que fueron heridos, torturados y asesinados de manera atroz tantos inocentes y en que muchos otros fueron tomados como rehenes. Repito mi condena por esa acción y por cualquier forma de terrorismo y extremismo. No es este el modo en el que se pueden resolver las controversias entre los pueblos, es más las hacen más difíciles, causando sufrimiento a todos. De hecho, lo que provocó fue una fuerte respuesta militar israelí en Gaza que ha traído la muerte de decenas de miles de palestinos, en su mayoría civiles, entre ellos muchos niños, adolescentes y jóvenes, y ha provocado una situación humanitaria gravísima con sufrimientos inimaginables.
Reitero mi llamamiento a todas las partes implicadas para que acuerden un alto el fuego sobre todos los frentes, incluso en el Líbano, y para la inmediata liberación de todos los rehenes en Gaza. Pido que la población palestina reciba las ayudas humanitarias y que los hospitales, las escuelas y los lugares de culto cuenten con toda la protección necesaria.
Confío en que la Comunidad internacional promueva con determinación la solución de dos Estados, uno israelí y uno palestino, así como también un estatuto especial internacionalmente garantizado para la Ciudad de Jerusalén, de modo que israelíes y palestinos puedan por fin vivir en paz y con seguridad.
El actual conflicto en Gaza desestabiliza ulteriormente una región frágil y cargada de tensiones. En particular, no se ha de olvidar al pueblo sirio, que vive en la inestabilidad económica y política, agravada por el terremoto del pasado mes de febrero. Que la Comunidad internacional anime a las partes implicadas a emprender un diálogo constructivo y serio y a buscar soluciones nuevas para que el pueblo sirio no tenga que seguir sufriendo a causa de las sanciones internacionales. Además, expreso mi sufrimiento por los millones de refugiados sirios que todavía se encuentran en países limítrofes, como Jordania o Líbano.
A este último dirijo un pensamiento particular, expresando preocupación por la situación social y económica en la que está sumida el querido pueblo libanés, con la esperanza de que el estancamiento institucional que lo está postrando todavía más se resuelva y el país de los cedros tenga pronto un presidente.
Continuando con el continente asiático, deseo llamar la atención de la Comunidad internacional también sobre Myanmar, pidiendo que se haga todo lo posible para dar esperanza a aquella tierra y un futuro digno a las jóvenes generaciones, sin olvidar la emergencia humanitaria que todavía golpea a los rohinyás.
Junto a estas situaciones complejas, no faltan signos de esperanza, que he podido experimentar durante mi viaje a Mongolia, a cuyas autoridades renuevo mi gratitud por la acogida que me dispensaron. Del mismo modo, deseo agradecer a las autoridades húngaras por la hospitalidad durante mi visita al país el pasado mes de abril. Fue un viaje al corazón de Europa, donde se respiran historia y cultura y donde experimenté el calor de muchas personas, pero también percibí la proximidad de un conflicto que no habríamos imaginado posible en la Europa del siglo XXI.
Por desgracia, tras los casi dos años de guerra a gran escala de la Federación Rusa contra Ucrania, la deseada paz no ha logrado todavía encontrar sitio en las mentes y en los corazones, a pesar de las numerosísimas víctimas y la enorme destrucción. No se puede dejar que se prolongue un conflicto que se va gangrenando cada vez más, en perjuicio de millones de personas, sino que es necesario que se ponga fin a la tragedia en curso a través de las negociaciones, respetando el derecho internacional.
Expreso preocupación también por la tensa situación en el Cáucaso meridional entre Armenia y Azerbaiyán, exhortando a las partes a llegar a la firma de un tratado de paz. Es urgente encontrar una solución a la dramática situación humanitaria de los habitantes de aquella región, favorecer el regreso de los desplazados a sus hogares de forma legal y segura, así como respetar los lugares de culto de las distintas confesiones religiosas presentes en la zona. Estos pasos podrán contribuir a la creación de un clima de confianza entre los dos países en vista de la tan deseada paz.
Si volvemos ahora nuestra mirada a África, tenemos delante de nuestros ojos el sufrimiento de millones de personas debido a las múltiples crisis humanitarias que afectan a varios países sub-saharianos, a causa del terrorismo internacional, de los complejos problemas socio-políticos, y de los efectos devastadores provocados por el cambio climático, a los que se añaden las consecuencias de los golpes de estado militares acecidos en algunos países y de determinados procesos electorales caracterizados por la corrupción, la intimidación y la violencia.
Al mismo tiempo, renuevo mi llamada a un serio compromiso por parte de todos los sujetos implicados en la aplicación del Acuerdo de Pretoria de noviembre de 2022, que puso fin a los combates en la región de Tigray, y a la búsqueda de soluciones pacíficas a las tensiones y a las violencias que agobian a Etiopía; así como para el diálogo, la paz y la estabilidad entre los países del Cuerno de África.
Quisiera también recordar los dramáticos acontecimientos en Sudán donde desgraciadamente, después de meses de guerra civil, no se ve todavía una salida; así como las situaciones de los desplazados en Camerún, Mozambique, República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Precisamente tuve la alegría de visitar estos dos últimos países al comienzo del pasado año, para llevar una señal de cercanía a sus poblaciones que sufren, aunque en contextos y situaciones distintas. Agradezco de corazón a las autoridades de ambos países por el compromiso organizativo y por la acogida que me dispensaron. El viaje a Sudán del Sur tuvo un carácter ecuménico, pues fui acompañado por el Arzobispo de Canterbuy y por el Moderador de la Asamblea general de la Iglesia de Escocia, como testimonio del compromiso que nuestras comunidades eclesiales comparten por la paz y la reconciliación.
Si bien no hay guerras abiertas en las Américas, existen fuertes tensiones entre algunos países, por ejemplo entre Venezuela y Guayana, mientras que en otros, como Perú, observamos fenómenos de polarización que socavan la armonía social y debilitan las instituciones democráticas.
Sigue siendo preocupante también la situación de Nicaragua; es una crisis que se prolonga desde hace tiempo con dolorosas consecuencias para toda la sociedad nicaragüense, en particular para la Iglesia católica. La Santa Sede no cesa de invitar a un diálogo diplomático respetuoso del bien de los católicos y de toda la población.
Excelencias, señoras y señores:
Detrás de este cuadro que he querido esbozar brevemente y sin pretensión de ser exhaustivo, se encuentra un mundo cada vez más desgarrado, pero sobre todo se encuentran millones de personas —hombres, mujeres, padres, madres, niños— cuyos rostros nos son por lo general desconocidos y que con frecuencia olvidamos.
Por otra parte, las guerras modernas ya no se desarrollan sólo en los campos de batalla delimitados, ni afectan solamente a los soldados. En un contexto en el que ya no parece observarse una distinción entre los objetivos militares y civiles, no hay conflicto que no termine de algún modo por golpear indiscriminadamente a la población civil. Los sucesos de Ucrania y Gaza son una prueba evidente de esto. No debemos olvidarnos de que las violaciones graves del derecho internacional humanitario son crímenes de guerra, y que no es suficiente con evidenciarlos, sino es necesario prevenirlos. Se requiere, por tanto, un mayor compromiso de la Comunidad internacional por la salvaguardia y la implementación del derecho humanitario, que parece ser el único camino para la tutela de la dignidad humana en situaciones de enfrentamiento bélico.
En este comienzo de año resuena con toda su actualidad la exhortación del Concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes: «Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas […]. Hay que cumplir estos tratados; es más, están obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras». [2]
Puede que no caigamos en la cuenta de que las víctimas civiles no son “daños colaterales”; son hombres y mujeres con nombres y apellidos que pierden la vida. Son niños que quedan huérfanos y privados de un futuro. Son personas que sufren el hambre, la sed y el frío o que quedan mutiladas a causa de la potencia de las armas modernas. Si fuésemos capaces de mirar a cada uno de ellos a los ojos, de llamarlos por su nombre y de evocar su historia personal, miraríamos la guerra por lo que es: tan sólo una inmensa tragedia y “una inútil masacre [3], que golpea la dignidad de cada persona sobre esta tierra.
Por otra parte, las guerras pueden proseguir gracias a la enorme disponibilidad de armas. Es necesario aplicar una política de desarme, porque es ilusorio pensar que los armamentos tienen un valor disuasorio. Más bien ocurre lo contrario; la disponibilidad de armas incentiva su uso e incrementa su producción. Las armas crean desconfianza y desvían recursos. ¿Cuántas vidas se podrían salvar con los recursos que hoy se destinan a los armamentos? ¿No sería mejor invertir en favor de una verdadera seguridad global? Los desafíos de nuestro tiempo trascienden las fronteras, como demuestran las varias crisis que caracterizan el inicio del siglo: alimentaria, ambiental, económica y sanitaria. En esta sede, reitero la propuesta de constituir un Fondo mundial para eliminar de una vez por todas el hambre [4] y promover un desarrollo sostenible para todo el planeta.
Entre las amenazas causadas por tales instrumentos de muerte, no puedo dejar de mencionar la que provocan los arsenales nucleares y el desarrollo de artefactos cada vez más sofisticados y destructivos. Reitero una vez más la inmoralidad de fabricar y poseer armas nucleares. A este respecto, expreso la esperanza de que se puedan retomar lo antes posible las negociaciones para la reanudación del Plan de Acción Integral Conjunto¸ mejor conocido como “Acuerdo sobre el programa nuclear de Irán”, para garantizar un futuro más seguro para todos.
Sin embargo, para conseguir la paz, no es suficiente eliminar los instrumentos bélicos, es necesario extirpar de raíz las causas de las guerras, la primera de todas es el hambre, una plaga que golpea todavía hoy zonas enteras de la tierra, mientras que en otras se verifica un considerable desperdicio de alimentos. Está además la explotación de los recursos naturales, que enriquece a unos pocos, dejando en la miseria y en la pobreza a poblaciones enteras, que serían las beneficiarias naturales de esos recursos. A esta causa se puede conectar en cierto modo la explotación de las personas, obligadas a trabajar mal pagadas y sin perspectivas reales de un crecimiento profesional.
Entre las causas de conflicto están también las catástrofes naturales y ambientales. Ciertamente hay desastres que la mano del hombre no puede controlar. Pienso en los recientes terremotos en Marruecos y China, que han causados centenares de víctimas, como también al que ha golpeado duramente a Turquía y parte de Siria, dejando tras de sí una tremenda estela de muerte y destrucción. Pienso también al aluvión que golpeó a Derna en Libia, destruyendo de hecho la ciudad, también a causa del derrumbe simultaneo de dos presas.
Hay, sin embargo, desastres que también son atribuibles a la acción o la negligencia humanas y que contribuyen gravemente a la actual crisis climática, como la deforestación de la Amazonia, que es el “pulmón verde” de la tierra.
La crisis climática y medioambiental ha sido el tema de la XXVIII Conferencia de los Estados Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28), celebrada en Dubái el mes pasado, a la que lamento no haber podido asistir personalmente. Esa comenzó coincidiendo con el anuncio de la Organización Meteorológica Mundial de que 2023 fue el año más caluroso jamás registrado, en comparación con los 174 años anteriores. La crisis climática exige una respuesta cada vez más urgente y requiere la plena implicación de todos, así como de toda la comunidad internaciona [5].
La adopción del documento final en la COP28 representa un paso estimulante y revela que, frente a las múltiples crisis que estamos viviendo, existe la posibilidad de revitalizar el multilateralismo a través de la gestión de la cuestión climática global, en un mundo en el que los problemas medioambientales, sociales y políticos están estrechamente entrelazados. En la COP28 ha quedado claro que la década actual es la decisiva para hacer frente al cambio climático. El cuidado de la creación y la paz «son los problemas más acuciantes y están interrelacionados» [6]. Espero, por tanto, que lo acordado en Dubái conduzca a «una aceleración decisiva hacia la transición ecológica, por medio de formas que […] se realicen en cuatro campos: la eficiencia energética, las fuentes renovables, la eliminación de los combustibles fósiles y la educación a estilos de vida menos dependientes de estos últimos» [7].
Las guerras, la pobreza, el abuso de nuestra casa común y la continua explotación de sus recursos, que están en el origen de los desastres naturales, son también causas que empujan a miles de personas a abandonar su patria en busca de un futuro de paz y seguridad. En su viaje ponen en riesgo sus vidas debido a rutas peligrosas, como en el desierto del Sahara, en la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá; en Centroamérica, en el norte de México, frontera con Estados Unidos y, sobre todo, en el Mar Mediterráneo.
Lamentablemente, esta última ruta se ha convertido en un gran cementerio en la última década, con tragedias que se siguen produciendo, también a causa de traficantes de seres humanos sin escrúpulos. Entre las numerosas víctimas, no lo olvidemos, hay muchos menores no acompañados.
El Mediterráneo debería ser más bien un laboratorio de paz, un «lugar donde países y realidades diferentes se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos compartimos » [8], como he podido señalar en Marsella, durante mi viaje —por el que doy las gracias a los organizadores y a las autoridades francesas, con ocasión de los Rencontres Méditerranéennes—. Ante esta ingente tragedia fácilmente acabamos cerrando nuestros corazones, atrincherándonos tras el miedo a una “invasión”. Olvidamos fácilmente que se trata de personas con rostros y nombres y pasamos por alto la vocación del Mare Nostrum, que es la de ser un lugar de encuentro y enriquecimiento mutuo entre personas, pueblos y culturas. Esto no quita que la migración tenga que ser reglamentada para acoger, promover, acompañar e integrar a los migrantes, en el respeto a la cultura, la sensibilidad y la seguridad de las poblaciones que se encargan de la acogida y la integración. Por otra parte, también es necesario recordar el derecho a poder permanecer en la propia patria y la consiguiente necesidad de crear las condiciones para que ese derecho se pueda realmente poner en práctica.
Ante este reto, ningún país puede quedarse solo y ninguno puede pensar en abordar la cuestión de forma aislada mediante una legislación más restrictiva y represiva, aprobada a veces bajo la presión del miedo o en busca de un consenso electoral. Por ello, acojo con satisfacción el compromiso de la Unión Europea de buscar una solución común mediante la adopción del nuevo Pacto sobre la Migración y el Asilo, aunque señalando algunas de sus limitaciones, especialmente en lo que se refiere al reconocimiento del derecho de asilo y al peligro de detención arbitraria.
Queridos Embajadores
El camino hacia la paz exige el respeto de la vida, de toda vida humana, empezando por la del niño no nacido en el seno materno, que no puede ser suprimida ni convertirse en un producto comercial. En este sentido, considero deplorable la práctica de la llamada maternidad subrogada, que ofende gravemente la dignidad de la mujer y del niño; y se basa en la explotación de la situación de necesidad material de la madre. Un hijo es siempre un don y nunca el objeto de un contrato. Por ello, hago un llamamiento para que la Comunidad internacional se comprometa a prohibir universalmente esta práctica. En cada momento de su existencia, la vida humana debe ser preservada y tutelada, aunque constato, con pesar, especialmente en Occidente, la persistente difusión de una cultura de la muerte que, en nombre de una falsa compasión, descarta a los niños, los ancianos y los enfermos.
El camino hacia la paz exige el respeto de los derechos humanos, según la sencilla pero clara formulación contenida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo 75 aniversario hemos celebrado recientemente. Se trata de principios racionalmente evidentes y comúnmente aceptados. Desgraciadamente, los intentos que se han producido en las últimas décadas de introducir nuevos derechos, no del todo compatibles respecto a los definidos originalmente y no siempre aceptables, han dado lugar a colonizaciones ideológicas, entre las que ocupa un lugar central la teoría de género, que es extremadamente peligrosa porque borra las diferencias en su pretensión de igualar a todos. Tales colonizaciones ideológicas provocan heridas y divisiones entre los Estados, en lugar de favorecer la construcción de la paz.
El diálogo, por su parte, debe ser el alma de la comunidad internacional. La situación actual se debe también al debilitamiento de las estructuras de la diplomacia multilateral que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial. Esos Organismos que fueron creados para fomentar la seguridad, la paz y la cooperación ya no logran reunir a todos sus miembros en torno a una misma mesa. Existe el riesgo de una “monadología” y de la fragmentación en clubes que sólo admiten a los Estados considerados ideológicamente afines. Incluso aquellos organismos, hasta ahora eficaces, centrados en el bien común y en cuestiones técnicas, corren el riesgo de paralizarse debido a polarizaciones ideológicas al ser instrumentalizados por algunos Estados.
Para relanzar un compromiso común al servicio de la paz, es necesario recuperar las raíces, el espíritu y los valores que dieron origen a esos organismos, teniendo en cuenta al mismo tiempo el nuevo contexto y prestando la debida atención a quienes no se sienten adecuadamente representados por las estructuras de las Organizaciones internacionales.
Por supuesto, el diálogo requiere paciencia, perseverancia y capacidad de escucha, sin embargo, cuando se hace un intento sincero de poner fin a la discordia, pueden lograrse resultados significativos. Pienso, por ejemplo, en el Acuerdo de Belfast, conocido también como Acuerdo del Viernes Santo, firmado por los gobiernos británico e irlandés, cuyo 25 aniversario se conmemoró el año pasado. Ese poner fin a treinta años de conflicto violento, puede tomarse como ejemplo para incitar y estimular a las autoridades a creer en los procesos de paz, a pesar de las dificultades y sacrificios que exigen.
El camino hacia la paz pasa por el diálogo político y social, pues es la base de la convivencia civil en una comunidad política moderna. En el año 2024 se convocarán elecciones en muchos Estados. Las elecciones son un momento fundamental en la vida de un país, pues permiten a todos los ciudadanos elegir responsablemente a sus gobernantes. Las palabras de Pío XII resuenan hoy más que nunca: «Manifestar su parecer sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión. Por la solidez, armonía y buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado se puede reconocer si una democracia es verdaderamente sana y equilibrada, y cual es su fuerza de vida y de desarrollo» [9].
Por ello, es importante que los ciudadanos, especialmente las generaciones más jóvenes que serán llamadas a las urnas por primera vez, sientan que es su principal responsabilidad contribuir a la construcción del bien común, mediante la participación libre e informada en las votaciones. Por otra parte, la política debe entenderse siempre no como la apropiación del poder, sino como la «forma más elevada de caridad» [10] y, por tanto, de servicio al prójimo dentro de una comunidad local y nacional.
El camino hacia la paz pasa también por el diálogo interreligioso, que exige ante todo la protección de la libertad religiosa y el respeto de las minorías. Nos duele, por ejemplo, constatar que cada vez más países adoptan modelos de control centralizado de la libertad religiosa, con el uso masivo de la tecnología. En otros lugares, las comunidades religiosas minoritarias se encuentran a menudo en una situación cada vez más dramática. En algunos casos corren peligro de extinción, debido a una combinación de acciones terroristas, atentados contra el patrimonio cultural y medidas más solapadas, como la proliferación de leyes anticonversión, la manipulación de las normas electorales y las restricciones financieras.
Particularmente preocupante es el aumento de actos de antisemitismo que se han verificado en los últimos meses; y quiero reiterar una vez más que esta lacra debe ser erradicada de la sociedad, sobre todo con la educación en la fraternidad y la aceptación del otro.
Es igualmente preocupante el aumento de la persecución y discriminación contra los cristianos, sobre todo en la última década. No pocas veces se trata, aunque sea de manera incruenta, pero de forma socialmente relevante, de esos fenómenos de lenta marginación y exclusión de la vida política y social y del ejercicio de ciertas profesiones que se dan incluso en tierras tradicionalmente cristianas. En total, más de 360 millones de cristianos en todo el mundo sufren un alto grado de persecución y discriminación a causa de su fe, y son cada vez más aquellos que se ven obligados a huir de sus países de origen.
Por último, el camino hacia la paz pasa por la educación que es la principal inversión en el futuro y en las jóvenes generaciones. Aún guardo vivos recuerdos de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Portugal, el pasado mes de agosto. Al tiempo que agradezco una vez más a las autoridades portuguesas, tanto civiles como religiosas, sus esfuerzos para organizarla, conservo en mi corazón el encuentro con más de un millón de jóvenes, procedentes de todo el mundo, llenos de entusiasmo y de ganas de vivir. Su presencia fue un gran himno a la paz y un testimonio de que «la unidad es superior al conflicto» [11] y que es «posible desarrollar una comunión en las diferencias» [12].
En los tiempos modernos, parte del reto educativo se refiere al uso ético de las nuevas tecnologías. Estas pueden convertirse fácilmente en instrumentos de división o de difusión de mentiras, como las llamadas fake news; pero también son un medio de encuentro, de intercambio mutuo y un importante vehículo para la paz. «Los notables progresos de las nuevas tecnologías de la información, especialmente en la esfera digital, presentan, por tanto, interesantes oportunidades y graves riesgos, con serias implicaciones para la búsqueda de la justicia y de la armonía entre los pueblos» [13]. Por eso me ha parecido importante dedicar el Mensaje anual de la Jornada Mundial de la Paz a la inteligencia artificial, que es uno de los retos más importantes de los próximos años.
Es esencial que el desarrollo tecnológico se lleve a cabo de manera ética y responsable, preservando la centralidad de la persona humana, cuya contribución no puede ser ni será nunca sustituida por un algoritmo o una máquina. «La dignidad intrínseca de cada persona y la fraternidad que nos une como miembros de la única familia humana deben sustentar el desarrollo de las nuevas tecnologías y servir de criterios incuestionables para evaluarlas antes de su uso, de modo que el progreso digital pueda tener lugar respetando la justicia y contribuyendo a la causa de la paz» [14].
Se impone, pues, una atenta reflexión a todos los niveles, nacional e internacional, político y social, para que el desarrollo de la inteligencia artificial permanezca al servicio del hombre, fomentando y no obstaculizando —sobre todo en los jóvenes— las relaciones interpersonales, un sano espíritu de fraternidad y un pensamiento crítico capaz de discernimiento.
En esta perspectiva, adquieren especial relevancia las dos Conferencias Diplomáticas de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, que tendrán lugar en 2024 y en las que la Santa Sede participará como Estado miembro. Para la Santa Sede, la propiedad intelectual está orientada fundamentalmente a la promoción del bien común y no puede desvincularse de las limitaciones éticas pues ello conduciría a situaciones de injusticia y de explotación indebida. También debe prestarse especial atención a la protección del patrimonio genético humano, impidiendo que se realicen prácticas contrarias a la dignidad humana, como la patentabilidad de material biológico humano y la clonación de seres humanos.
Excelencias, señoras y señores
En este año la Iglesia se prepara para el Jubileo que comenzará la próxima Navidad. Agradezco en particular a las Autoridades italianas, tanto nacionales como locales, los esfuerzos que están realizando para preparar la ciudad de Roma a fin de acoger a numerosos peregrinos y permitirles sacar frutos espirituales del camino jubilar.
Quizá hoy más que nunca necesitemos el año jubilar. Frente a tantos sufrimientos, que provocan desesperación no sólo en las personas directamente afectadas, sino en todas nuestras sociedades, frente a nuestros jóvenes, que en lugar de soñar con un futuro mejor a menudo se sienten impotentes y frustrados; y frente a los nubarrones que, en lugar de retroceder, parecen cernirse sobre el mundo, el Jubileo es el anuncio de que Dios nunca abandona a su pueblo y siempre mantiene abiertas las puertas de su Reino. En la tradición judeocristiana, el Jubileo es un tiempo de gracia en el que se experimenta la misericordia de Dios y el don de su paz. Es un tiempo de justicia en el que los pecados son perdonados, la reconciliación supera la injusticia y la tierra reposa. Puede ser para todos —cristianos y no cristianos— el tiempo en que se rompan las espadas y de ellas se hagan los arados; el tiempo en que una nación ya no levante la espada contra otra, ni se aprenda el arte de la guerra (Cf. Is 2,4).
Este es mi más sincero deseo, queridos hermanos y hermanas, el deseo que expreso de todo corazón a cada uno de ustedes, queridos Embajadores, a sus familias, ca sus colaboradores y a los pueblos que ustedes representan.
¡Gracias y Feliz Año Nuevo a todos!
[1] Radiomensaje“Benignitas et Humanitas” en la víspera de Navidad (24 diciembre 1944).
[2] Constitución pastoral «Gaudium et spes» sobre la Iglesia en el mundo actual (7 diciembre 1965), 79.
[3] Cf. Benedicto XV, Carta a los jefes de los pueblos beligerantes (1 agosto 1917).
[4] Cf. Carta enc. «Fratelli tutti» sobre la fraternidad y la amistad social (3 octubre 2020), 262.
[5] Cf. Exhort. Ap. Laudate Deum (4 octubre 2023).
[6]Discurso a la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, Dubái (2 diciembre 2023).
[7] Ibíd.
[8] Discurso para la Sesión conclusiva de los “Encuentros del Mediterráneo”, Marsella (23 septiembre 2023).
[9] Radiomensaje “Benignitas et Humanitas” en la víspera de Navidad, (24 diciembre 1944).
[10] Pio XI, Udienza ai dirigenti della Federazione Universitaria Cattolica (18 dicembre 1927).
[11] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 228, 215: AAS 105 (2013), 1113.
[12] Ibíd.
[13] Mensaje para la LVII Jornada Mundial de la Paz (8 diciembre 2023), 1.
[14] Ibíd., 2