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Eduardo Marroquín, salesiano en Cuba: «El misionero tiene que aprovechar la cultura indígena, incorporar la figura de Jesús y llevarlo todo a la liturgia»

El salesiano Eduardo Marroquín repasa en ECCLESIA sus casi 25 años como misionero en el Alto Orinoco y Cuba con motivo de la festividad del DOMUND

El burgalés Eduardo Marroquín siempre quiso ser misionero. Se dedicó a la enseñanza hasta los cuarenta años y, después, puso rumbo al Alto Orinoco para evangelizar, durante diez años, a los indios yanomami. Aunque no quería dejar la selva, fue enviado en 2011 a Santiago de Cuba para seguir construyendo el Reino de Dios en unas condiciones muy diferentes, aunque no exentas de dificultad.

¿Cómo entró el Señor en su vida?
Yo soy de Fuenteburena, un pueblo muy pequeño de Burgos, donde nos queremos mucho todos. Desde niño, he visto un ambiente muy bonito y religioso con mi familia y en todo el pueblo, donde el párroco y el maestro se mostraban siempre muy unidos. Mi abuela me enseñó a rezar, lo recuerdo con mucho cariño. Los sábados por la mañana íbamos a la escuela y trabajábamos el Evangelio del domingo. Los domingos hacíamos la Misa a las 4 de la madrugada, porque después había que ir a trabajar al campo, pero no por eso dejábamos la Misa.

¿Cuándo descubrió su vocación al sacerdocio?
La escuela de mi pueblo se cerró, porque era un pueblo pequeño, y ya había que ir a un centro comarcal. Pasaban muchos sacerdotes de diversas congregaciones: jesuitas, franciscanos… y nos invitaban a ir al colegio como internos. Entonces dijo mi madre: «Esta es la solución. Vas a estar muy bien ahí». Pasé unos años muy bonitos estudiando para sacerdote. Y desde pronto sentí que me gustaba un poco la vida salesiana. Admiraba a Don Bosco, el trabajo con los jóvenes y especialmente con los pobres… Leía mucho sobre las misiones, sobre todo de la Patagonia argentina. Me ilusionaba mucho la vida misionera.

Sin embargo, habrían de pasar unas décadas hasta que pudo cumplir su sueño…
Me dediqué a dar clases hasta los 40 años, pero siempre mantuve la ilusión no solamente de salir de España, sino de realizarme como misionero salesiano. Así, hasta que me puse a la orden del Inspector y le dije que me gustaría dejar un poco la enseñanza. Salió entonces la opción de Venezuela y dije: «Pero a mí no me dejéis en Caracas, llevadme al vicariato apostólico misionero que tenemos en el Alto Orinoco», y tuve la oportunidad.

¿Cómo fue su experiencia con los indios yanomami en la selva?
Fue entre 2001 y 2011. Una auténtica experiencia Ad gentes. Me preguntaba: «Qué receptiva y qué contenta está esta comunidad con nosotros, ¿no?». Y era porque los indígenas veían que estábamos con ellos, no por curiosidad o de turismo, estábamos con ellos de verdad, trabajando en las escuelitas, con la cooperativa, la atención de la Palabra… Se bautizaban casi todos, porque los preparábamos correctamente. Yo siempre digo una cosa muy bonita: que los profesores de nuestras escuelas eran catequistas, celebrantes de la Palabra.

¿De qué manera incidían sobre la comunidad?
Los sábados teníamos toda la mañana la celebración de la Palabra, además de formación bíblica y dar catequesis. Durante la semana, los profesores se centraban en lo educativo y el fin de semana, en lo religioso.

Pero respetando su cultura ancestral…
Recuerdo que yo siempre les decía: «El Evangelio es buena noticia. También para nuestro querido pueblo yanomami». Si ellos tienen sus ritos y tradiciones, bendito sea Dios: vamos a aprovecharlas. Porque eso es bueno. «Ahora también os ponemos esta figura: la vida de Jesús de Nazaret. Y es una novedad buena para vosotros». El misionero tiene que aprovechar la cultura indígena, incorporar la figura de Jesús y llevarlo todo a la liturgia, porque todo eso es una riqueza para la liturgia, la Eucaristía y el trabajo pastoral con ellos. Y luego, todos los domingo hacíamos una especie de lectura del Evangelio en yanomami. Se mostraban muy receptivos. Hay que empezar desde el primer momento a aprender su idioma, esto es importantísimo. Yo mismo llegué a hacer la misa en yanomami.

¿Y en cuanto a las cuestiones materiales?
Trabajábamos mucho en lo que llamamos la cooperativa: confección de ropa, machetes, anzuelos, jabón… El yanomami no es tan artesanal como otros pueblos de la región, pero recogíamos algo de lo que hacían, les dábamos un poquito de intercambio y lo llevábamos a Caracas para ponerlo allá en venta. Pero el yanomami tiene todo lo que necesita en la selva, no necesita dinero.

¿Cómo aceptaban el regalo de la escuela?
Con mucho agradecimiento. Los niños, además, son muy alegres, siempre digo que nos dan ejemplo y evangelizan con su vida tan sencilla y llena de felicidad. La escuela les aporta mucho, la verdad. Íbamos a pie de río con nuestras gabarras, a las escuelitas que teníamos, y ayudábamos también a los médicos del Estado con la gasolina, los llevábamos en nuestros viajes a las escuelas y ellos aprovechaban para ir a mirar la salud de la gente del poblado. A mí me daban un poquito de pena las chicas, porque, por su cultura, las niñas tienen que dejar pronto la escuela, siendo más aplicadas que los muchachos. Las jóvenes yanomami se tienen que casar a los quince años y dedicarse a trabajar ya para la casa.

Qué difícil ir a la escuela a través del río…
Quienes de verdad fueron unos héroes fueron los misioneros que empezaron aquí en los años 60, porque llevamos seis décadas de misión. Al principio tenían que ir hacia dentro de la selva y buscando familias para ayudarlas. Sin ser unos expertos en orientación como los yanomami. Luego, la zona tiene la particularidad de que hay seis meses de temporada seca y otros seis meses de lluvias. Cuando el río está seco, no pueden moverse las gabarras y no pueden llegar a la escuela, paramos un poco la actividad, pero, en cambio, las familias pueden salir a buscar comida a otros lugares. Y al revés: cuando el río está muy alto, pues hay mucha facilidad de navegación y todos los niños llegan muy bien a nuestra escuela, aunque las madres tengan mayor dificultad de buscar. A veces, la Providencia habla en la naturaleza.

¿Qué recuerdos guarda de sus compañeros?
Éramos tres hermanos salesianos. Había un holandés, ya muy mayor, que no era sacerdote, pero sí un ejemplo de entrega, cariño y dedicación. El otro era un venezolano, más joven, pero también muy misionero. Luego, teníamos a las salesianas, que nos ayudaban en todo, las hijas de María Auxiliadora. Nuestras hermanas son atentas, detallistas, se preocupaban de nosotros y del resto de voluntarios y nos cuidaban de maravilla. Alguna de estas misioneras todavía me sigue escribiendo.

¿Ha cambiado mucho la misión en el Alto Orinoco?
Me llama la atención que ahora el director es un misionero africano que lo está haciendo muy bien. Están muy contentos, sigue habiendo voluntarios y todo va bien.  Lo que ocurre es que los líderes de las comunidades indígenas están saliendo cada vez más a la ciudad. A nivel político, reciben ayuda económica, aunque el yanomami no necesita dinero. Cuando tiene dinero, compra arroz, spaghetti, atún, sardinas… Cosas de las que no tiene necesidad y de las que les provee la selva. Por desgracia, estos líderes a veces pasan mucho tiempo en la ciudad en vez de en su comunidad y, a veces, no son tan generosos de ayudar a sus familias. No es raro que se pierdan por la política y caigan en la corrupción.

¿Cómo ha cambiado la misión con la evolución del chavismo?
Cuando yo llegué, el chavismo ya estaba un poco implantado. Caracas nos quedaba muy lejos. Nos preocupábamos de que nos llegase la comida escolar trimestralmente con cierta normalidad. Queda todo muy lejos de la selva. Ahora, ha pasado ya una década desde que me marché y lo que sí veo es que gente con la que tengo mucha amistad ha tenido que salir de Venezuela por la situación económica de auténtica necesidad.

Usted mismo salió de Venezuela para recalar en Cuba…
Yo quería seguir en Venezuela o, al menos, haber continuado en otros países también misioneros como Paraguay y Bolivia.

La situación allí tampoco está para tirar cohetes…
Los precios han subido mucho, los salarios no son suficientes… En Venezuela, como el petróleo era una fuente de ingresos enorme para el país, pues no se cultivaba ni se tenía ganadería. Con todo lo que se ganaba del petróleo se podían comprar esas cosas a Colombia y Brasil. En Cuba pasa igual: no se trabaja el campo, no hay ganadería… Además, en Cuba el turismo ha bajado bastante también y ni que decir tiene que era una fuente de ingresos grande.

Pero al menos el partido les deja trabajar algo más tranquilos, ¿no?
Sí, totalmente. Aquí, en Cuba, nosotros somos de una congregación de educación. No podemos tener colegios como teníamos antes, pero estamos regresando, entrando un poquito con algo de refuerzo escolar, de ayuda a los muchachos. A partir de las cuatro, todas las tardes, y los fines de semana, por supuesto, ocupamos su tiempo libre en el oratorio, el centro juvenil, también con la catequesis. Luego tenemos la Misa dominical y los grupos de adolescentes y jóvenes. Luego, si se han podido confirmar, les pedimos un poco más de implicación y ya van dando pasos. ¿Qué pueden hacer? Acompañarnos a las casas de misión cuando vamos a dar la catequesis a los niños o a las celebraciones. Que sean un poco los animadores de eventos en los que haya niños pequeños.

¿Y qué sucede con las vocaciones en la isla?
En Cuba, el muchacho cubano que quiere ser salesiano empieza en nuestra casa, en Santiago de Cuba, con el preaspirantado y aspirantado. Pero claro, no tenemos estructuras formativas cuando va creciendo. El noviciado ya no lo tenemos en Cuba, hay que ir a República Dominicana. Después, a Colombia, y la Teología la tenemos que hacer en México. ¿Y qué sucede entonces? Que cuando un cubano sale de Cuba, va a República Dominicana y ve la realidad tan distinta se pregunta: «¿Pero qué estoy viviendo yo en mi país, con tanta necesidad?». Y entonces muchos dejan el proceso vocacional, se instalan allí y no vuelven.

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