Queridos hermanos:
En estos fines de semana del mes de mayo y junio estoy recorriendo varias parroquias de distintas partes de la geografía de nuestra diócesis para confirmar a jóvenes y no tan jóvenes. Es una gracia de Dios acompañar este
momento tan significativo de crecimiento en la fe. Intento explicar que el Espíritu Santo es la ley del amor de Dios inscrita en nuestros corazones.
Pentecostés significa 50, y fue precisamente a los cincuenta días de la liberación de la esclavitud de Egipto y del paso del Mar Rojo cuando el Señor entregó la tabla de los diez mandamientos a Moisés en el Sinaí para que el pueblo de Dios viviese en libertad. De la misma manera Jesús envió el Espíritu Santo a los cincuenta días de la resurrección como el mandato del Amor al nuevo Pueblo de Dios, liberado del pecado y de la muerte.
Quizás este mensaje se encuentre con la dificultad de que el mundo en que vivimos entiende más de derechos que de leyes y mandamientos, de libertades más que de obligaciones. La cultura en que vivimos nos prepara para elegir, para optar, para alcanzar nuestras metas que son nuestros deseos, lo que nos gusta, lo que nos atrae, para autorrealizarnos como individuos. El objetivo de nuestra construcción personal es ser autónomos e independientes, desarrollando todas nuestras potencialidades. Cuando nos planteamos el futuro pensamos en elegir unos estudios y una profesión que nos dé seguridad económica y nos permita vivir bien. Si nos planteamos el amor, se habla de estabilidad sentimental mientras dure. Pero esta forma de ver las cosas es engañosa: la verdad es que no todo gira en torno a nosotros ni dependemos solo de nosotros mismos. No siempre podemos hacer lo que “queremos”. Somos frágiles en nuestra salud física, limitados en nuestras capacidades y vulnerables en nuestras emociones. No somos tan perfectos como para poder ser independientes y valernos por nosotros mismos. Dependemos los unos de los otros.
El Espíritu Santo no es un complemento más para hacernos superhombres o darnos poderes especiales. El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, de nuestra pobreza, y nos abre a la unión con Dios y a la comunión con los hermanos, para vivir con esperanza en medio de un mundo que sufre dolores de parto. Nos pone en una relación filial con Dios Padre, como hijos en el Hijo, clamando “Abba” en todos los momentos y circunstancias de la vida. Y nos lleva a hacernos cargo de los demás como prójimos y hermanos nuestros, y a dejarnos ayudar en nuestras necesidades. Nadie puede decir que Jesús es Señor si no tiene el Espíritu Santo. También nos permite amar sin esperar nada a cambio, ni devolver mal por mal. Nos da la capacidad de perdonar a quienes nos ofenden. Y su fuerza y su gracia se nota en la valentía para ser testigos de Jesús en el mundo, pues el Espíritu pone las palabras en nuestra boca.
Son muchos los que se confirman en estas fechas y completan así su iniciación cristiana para parecerse a Jesús. Pido al Señor por todos ellos con la seguridad de que se notará esta efusión de gracia en nuestras comunidades asumiendo ministerios y servicios y también en la sociedad buscando la unión de todas las personas.
El día 4 de junio celebramos la bendición de 60 ministros extraordinarios de la comunión en la Catedral de Coria para los arciprestazgos de la zona norte. Es una muestra de la efusión del Espíritu en nuestra diócesis.
Con mi bendición,