Francisco anima a no dejarse robar la esperanza por la muerte, el sufrimiento y los fracasos de la vida, pues, con Jesús, no tienen la última palabra
Cristo ha resucitado. La alegría de la Pascua comenzó a inundarlo todo desde la tarde del sábado. También en el Vaticano, donde el papa Francisco presidió la Vigilia Pascual, en la que bautizó, confirmó y dio la comunión a ocho adultos.
Durante la homilía, el Pontífice ahondó en el pasaje en el que se narra cómo las mujeres encuentran la piedra del sepulcro corrida y este vacío. Así, hizo un paralelismo entre la piedra, pesada, dura, y los momentos de nuestra vida en los que aparece la muerte, el sufrimiento, la desesperación.
«Él, la vida que vino al mundo, ha muerto; Él, que manifestó el amor misericordioso del Padre, no recibió misericordia; Él, que alivió a los pecadores del yugo de la condena, fue condenado a la cruz. El Príncipe de la paz, que liberó a una adúltera de la furia violenta de las piedras, yace en el sepulcro detrás de una gran piedra. Aquella roca, obstáculo infranqueable, era el símbolo de lo que las mujeres llevaban en el corazón, el final de su esperanza. Todo se había hecho pedazos contra esta losa, con el misterio oscuro de un trágico dolor que había impedido hacer realidad sus sueños», dijo.
Lo que vivieron las mujeres llega hasta nosotros hoy en forma de muerte de nuestros seres queridos, de fracasos y miedos, cerrazones, indiferencia y egoísmo, crueldad, odio y guerra.
Sin embargo, el Papa quiso dejar muy claro que la Pascua, la resurrección de Jesús, lo cambió todo: «Es la Pascua de Cristo, la fuerza de Dios, la victoria de la vida sobre la muerte, el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el renacimiento de la esperanza entre los escombros del fracaso. Es el Señor, Dios de lo imposible que, para siempre, hizo correr la piedra y comenzó a abrir nuestros sepulcros, para que la esperanza no tenga fin. Hacia Él, entonces, también nosotros debemos mirar».
Así, afirmó que «si nos dejamos llevar de la mano por Jesús, ninguna experiencia de fracaso o de dolor, por más que nos hiera, puede tener la última palabra sobre el sentido y el destino de nuestra vida. Desde aquel momento, si nos dejamos aferrar por el Resucitado, ninguna derrota, ningún sufrimiento, ninguna muerte podrá detener nuestro camino hacia la plenitud de la vida».
E insistió: «Ningún escollo podrá sofocar nuestro corazón, ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir, ningún fracaso podrá llevarnos a la desesperación»