Navegando del duelo a la esperanza. Lecciones aprendidas con un enfermo de Alzheimer (LibrosLibres, Madrid 2024) es cuaderno de bitácora de una familia en el mar de la vida.
En este año de preparación para el gran Jubileo 2025, al que nos ha convocado el papa Francisco con el lema Peregrinos de esperanza he recibido un regalo muy singular, Navegando del duelo a la esperanza. Lecciones aprendidas con un enfermo de Alzheimer (LibrosLibres, Madrid 2024), cuaderno de bitácora de una familia en el mar de la vida.
He tenido el privilegio de conocer al autor, Manuel López-López, de forma más que casual, providencial, y en pocos minutos me he sentido invitada a una travesía no esperada y he subido a bordo agradecida y expectante. Un reciente viaje y los correspondientes retrasos en aeropuertos me ha dado la ocasión de leer el libro con calma, y mientras esperaba contemplaba a los demás pasajeros y caía en la cuenta de que muchas frases de esas páginas tomaban vida en sus rostros y en el mío, porque Manuel no nos cuenta historias, no teoriza, sino sencilla y a la vez magistralmente describe los pasos del dolor y el amor por su vida familiar. He tenido que hacer varias paradas en la lectura por la empatía, la compasión, la reflexión y el respeto que me han producido recorrer estas páginas.
Manuel, ingeniero naval, reside en Estados Unidos con su esposa, Lita, y tres hijos, que ya han formado sus familias y se han instalado felizmente en el mundo americano. Un reconocimiento médico ocasional pone en alerta sobre un diagnóstico que se confirmará: Lita tiene alzhéimer. Comienza una navegación inesperada que tendrá episodios muy complejos, en los que habrá que ir tomando muchas decisiones, algunas con margen de maniobra, otras inmediatas, afrontando una situación que, afirma el autor, no es una enfermedad, sino un «estado familiar» en el que hay que navegar juntos, afrontando un futuro pleno de incertidumbres, sabiendo que no habrá sanación y cuyo «objetivo fundamental es mantener al ser querido en su máxima dignidad a través de un esquema de amor y respeto» (p. 50). Regreso a España, mucha cercanía a pesar de la distancia, «ángeles transversales» siempre oportunos, van diseñando un paisaje nuevo e insólito, con sus tonalidades que van tendiendo de los colores brillantes a la monocromía, como las pinturas de Lita. Es la constatación cotidiana de que «nuestro ser querido está sufriendo una transformación profunda y definitiva y que tenemos que volver a aprender a comunicarnos con él» (p. 47). Perplejidad, frustración, aceptación se va sucediendo para esta “nueva vida con la persona que antes estaba con nosotros y que se está marchando poco a poco de nuestro lado” (p. 49). «Había comenzado el proceso de duelo de la persona querida, y yo debía gestionarlo como un camino de curación y futuro que nos haría estar juntos otra vez» (p. 28).
La realidad con otros ojos
Manuel no trata de dar recomendaciones o explicaciones científicas, aunque acompañando a su esposa haya ido profundizando en la descripción de los procesos neuronales de esta enfermedad y conociendo los avances científicos, médicos y terapéuticos, lo que va narrando al hilo de su historia, en la que con maestría alterna el relato vital con amplias descripciones sobre la complejidad del cerebro, su relación con las emociones, el desarrollo de la enfermedad y sus etapas, lo que sin duda es de gran ayuda para comprender este proceso. Y en el núcleo la luz para mirar la realidad con otros ojos. «El sentimiento de abandono y soledad inicial dan lugar a la aceptación incondicional de la vida. Serenidad, paz, alegría y compañía aparecen como nuestros compañeros en este camino». «Parece un contrasentido —afirma— que la enfermedad nos haga sentir más felices cada día. Las palabras dejan de ser necesarias. Basta un gesto, una sonrisa, una mirada para que nuestro amor sea la luz que ilumina a quien lo da y lo recibe» (p. 63). Es el gran descubrimiento del «amor que somos capaces de dar los seres humanos y nos une a la vida hasta la muerte» (p. 18).
Tras más de seis décadas de matrimonio, de los cuales dieciséis años como cuidador, Manuel sabe que llegará el desenlace de la «tormenta perfecta» y después se augura la calma. Su experiencia es que «solo siendo conscientes de la existencia en nosotros de nuestro ser espiritual, seremos capaces de hacer un duelo, porque lo que únicamente sana el alma es el amor» (p. 24). Por ello, llegado el momento «sentía el dolor de mi pérdida, pero también había algo que me hacía dejar atrás el pasado y su melancolía. Alguien que me empujaba hacia un futuro en cuyo objetivo estaba ayudar a otras personas y darles toda la compasión que yo había recibido. […]. Sentía que parte de mí se había ido con ella, pero también que ahora tenía algo de ella que antes no tenía. Sentía la relación entre nosotros totalmente metafísica y mucho más profunda» (p. 32).
El dolor del amor es lo propio de este mundo. Todos sufrimos pérdidas con sus duelos. Para esos momentos de la existencia en que toca decidir si dejarnos ir a la deriva o sobreponernos para tomar de nuevo el timón, viene muy bien la ayuda de navegantes expertos.
Manuel ha tomado rumbo definitivo a la esperanza. Lo veo en sus ojos chispeantes y en su afirmación decidida: «No tengo la menor duda de que en el futuro ya no estaremos solos y, sobre todo, no permitiremos que nadie lo esté» (p. 54). Estas páginas son buena prueba de ello.