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Has elegido otra cosa

Hace unos días presidía la Eucaristía en el colegio donde trabajo —un grupo testimonial de profesores y alumnos nos juntamos cada martes en el tiempo del recreo para celebrar la Misa— cuando un profesor laico, compañero en la misión, salió para hacer las lecturas. Sin darse cuenta, se equivocó y comenzó a leer el Evangelio. Entonces, me acerqué cuidadosamente y le indiqué la lectura correcta. Ante mi indicación dijo: «Ah, es verdad, que no me dejan leerlo». Instantáneamente, me salió en voz baja una respuesta: «No, tú has elegido otra cosa». 

Esta anécdota, totalmente inocente, creo que nos sirve para reflexionar acerca de algo que nos puede pasar sin darnos cuenta: caer en el error de definir nuestra vocación y misión en la Iglesia por aquello que no podemos o «no nos dejan hacer», en vez de por el horizonte de posibilidad que se nos abre al responder a la llamada particular que el Señor tiene para cada uno.  

Voy intuyendo que ciertas esterilidades apostólicas y tristezas vocacionales  —religiosas, sacerdotales y laicales—, además de ser resultado del descuido de la relación personal con el Señor, lo que llamamos vida espiritual, tienen también su origen en esta dinámica. Para amar la propia vocación, y la forma de vida que nos exige, no podemos estar siempre mirando de reojo a aquellos que, habiendo discernido su vocación, han descubierto un camino de seguimiento del Señor diferente al nuestro. 

Cuando vivimos nuestra vocación plenamente no solo no añoramos aquello que dejamos atrás al comprometernos por la profesión de los votos, la ordenación sacerdotal, el matrimonio o el celibato laical, sino que somos capaces de percibir en cada uno la belleza de la entrega. Porque todos responden, de manera diferente, a la única llamada universal a la santidad.  

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