Esta iniciativa internacional nació en París en 2006 y ya cuenta con dos casas en Madrid y Barcelona. Además, hay otra en proceso de apertura en El Puerto de Santa María
Marzo de 2020 fue un mes trágico. Un mes de dolor compartido, de separaciones, de pérdidas, de incertidumbre, de miedo, de encierro obligado en casa, de despedidas temporales o eternas, de soledad. En esos primeros días de la pandemia, al contrario de lo que sucedía a su alrededor, dos personas se encontraron en un hogar de Madrid.
En marzo de 2020, Bernabé tenía 28 años. Llevaba dos compartiendo piso en Madrid, en una casa muy particular. Antes de eso, salió de su Canarias natal para recorrer mundo, pasó por Barcelona y por la India, donde trabajó con un programa del Gobierno en distintos proyectos de ONG. A la vuelta, cuenta a ECCLESIA, «tenía el deseo en el corazón de poder hacer algo más allá de vivir mi vida, tenía el deseo de compartir». Lo primero que hizo fue contar esta inquietud a su amigo Antonio, que había estado con él en la India y a su regreso había empezado a salir con una chica que vivía en el Hogar Lázaro. Un proyecto de origen francés y aterrizado en España en 2017 con el que jóvenes profesionales y personas sin hogar comparten piso junto a una familia. Bernabé, al escuchar a su amigo hablar con entusiasmo del proyecto, pidió entrar a vivir a la casa de Madrid.
En ese fatídico marzo, Ricardo —Ricky en la casa— tenía 64 años. Había dado muchas vueltas por España hasta acabar durmiendo en los soportales de la plaza Mayor de Madrid. Cuando llegó el confinamiento, llevaron a todos los sintecho a uno de los pabellones de Ifema. Ricky pasó allí dos meses, sabiendo que en cuanto les echaran volvería de nuevo a la calle, a retomar su vida donde la dejó. Pero dos semanas antes de que acabara el contrato del Samur con Ifema, su asistente social le propuso que hiciera una entrevista en el Hogar Lázaro.
En circunstancias normales, Ricky habría tenido que pasar por al menos dos entrevistas tras el visto bueno de una trabajadora social. Pero con todo el país parado, solo tuvo que enfrentarse a las preguntas del responsable del piso en el que, si todo iba bien, entraría a vivir inmediatamente. Ese responsable era Bernabé. Él también se había enfrentado a una entrevista similar dos años antes. En ella, había tenido que explicar por qué quería compartir piso con personas de la calle, se había comprometido a pagar su alquiler y cocinar cuando le tocara, a participar de una cena fraterna a la semana y a rezar junto a los demás voluntarios los Laudes cada mañana.
Cuando entrevistó a Ricky, Bernabé ya no tenía las dudas que le asaltaban al principio, había experimentado que el Hogar Lázaro se basa en la confianza. Ya no pensaba en que le podían robar el ordenador cuando lo dejaba en el salón, ni se sorprendía porque las habitaciones no tuviesen cerradura. Mientras reconoce tenía ese temor, Ricky le interrumpe para explicar cuáles son las cerraduras de Lázaro; el «toc, toc, ¿se puede?». Entre hermanos no hace falta más.
Durante aquella entrevista, Bernabé le contó a Ricky en qué consistía el proyecto. En la casa de Madrid hay un piso de hombres, con ocho plazas, y otro de mujeres, con siete. Además, en el mismo edificio, tienen zonas comunes, dos estudios y otro piso en el que vive una familia voluntaria que todos toman como referencia.
Cada habitante de la casa paga su alquiler, entre 150 y 400 mensuales, según su poder adquisitivo y sus circunstancias, más una cesta para comida de entre 70 y 80 euros. Se comprometen a mantener su habitación y la casa limpias y a participar en las cenas fraternas semanales en las que se cuentan unos a otros cómo les va. Los jóvenes profesionales se comprometen a vivir en el piso al menos un año que pueden ir renovando —Bernabé acaba de dejar la casa después de seis—.
Los acogidos no tienen límite de permanencia, pero abandonan la casa en cuanto encuentran un trabajo que les permita mantenerse, para dejar sitio a otros. «Lázaro es como un puente —explica Bernabé—, lo bonito de este proyecto es que no es personalista, las personas que están aquí no son las que sostienen el proyecto, se irán y vendrán otras». De hecho, Ricardo también se acaba de ir del piso a una residencia de Alcalá de Henares, porque considera que su sitio ya es otro. «A los que estamos acogidos nos ayudan a buscar trabajo, a tener una estabilidad, aparte de emocional, laboral. Cuando tu vida laboral está solucionada y puedes tirar para adelante, das un paso atrás para dejar tu sitio a otro. Yo ahora estoy cobrando la ayuda a mayores de 52 años y me queda un año y pico para la jubilación».
Actualmente, en el hogar de Madrid viven Pedro e Isabel con sus dos hijos veinteañeros. Su tarea es velar por el hogar, una función que se concreta de una forma muy sencilla; ser un referente de familia para todos, que no es otra cosa que ser ellos mismos. Insiste Bernabé en que «no hay que ser una persona especial, se les pide ser familia, y eso ya marca la diferencia».
Con una familia como referente, los dos pisos de hombres y mujeres se convierten casi por contagio en dos familias. Como dos hermanos, Bernabé y Ricky han reído juntos, han discutido, reconocen que incluso se han gritado, y también se han perdonado. Para Ricky, el contraste fue grande: «Al principio, me costaba la convivencia, pero poco a poco ves cómo te trata la gente aquí y vas recuperando lo que perdiste hace años, vuelves a tener una familia».
Es algo asombroso para los que llegan y para los que lo ven desde fuera. Los compañeros de trabajo de Bernabé le decían que «era la cosa más loca que habían escuchado nunca». Claro, asiente Ricky, porque Lázaro no crea alojamiento social, sino un hogar donde se comparte.