Homilías papales para el domingo 29 del tiempo ordinario, C (20-10-2013)
Textos recopilados en varios idiomas por fray Gregorio Cortázar Vinuesa
NVulgata 1 Ps 2 E – BibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)
(1/3) Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Romano mártir 22-10-1995 (it):
«”El auxilio me viene del Señor” (Salmo responsorial).
El Salmo responsorial de la liturgia de hoy es un verdadero himno a la divina Providencia. El salmista levanta sus ojos hacia las alturas, confiando en la ayuda que el Creador del cielo y de la tierra le brinda en la necesidad: El que vela incesantemente sobre Israel, tanto de día como de noche, no permitirá que resbale el pie del hombre que le es fiel. “El Señor te guarda a su sombra –continúa el Salmo–, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre” (Sal 121, 5-8).
Este himno en honor de la divina Providencia es el telón de fondo de lo que la liturgia de hoy propone a nuestra reflexión sobre el tema de la oración y, ante todo, sobre la oración de impetración.
En la primera lectura, tomada del libro de Éxodo, hemos escuchado una expresión particular de esa oración. Durante la lucha contra los amalecitas, Moisés oraba en la cima de la montaña. Cuando tenía las manos levantadas, prevalecía Israel; en cambio, cuando las bajaba por el cansancio, prevalecía Amalec. Dado que se le cansaban los brazos, Aarón y Jur, que estaban con él, se los sostenían para que permanecieran levantados hasta la puesta del sol. De este modo, los israelitas lograron derrotar a los amalecitas, no tanto por la superioridad en el campo de batalla cuanto, principalmente, por el poder de la oración de Moisés.
Este relato del libro del Éxodo posee para nosotros un indudable significado paradigmático. El pueblo de Dios que peregrina en la tierra continúa su propia batalla caminando hacia la tierra prometida del reino de Dios. El éxito de esa lucha, tanto por parte de la Iglesia como de todo cristiano, depende esencialmente de la oración. En efecto, la oración es la energía espiritual que permite derrotar a los enemigos que se oponen a nuestra salvación.
San Lucas, en el Evangelio, nos recuerda que el hombre en oración obtiene una victoria, en cierto sentido, sobre Dios mismo. E ilustra este pensamiento tan audaz mediante una parábola.
En una ciudad –relata– había un juez que no temía ni a Dios ni a los hombres. También vivía allí una viuda que iba con insistencia a verlo para pedirle: “¡Hazme justicia frente a mi adversario!” (Lc 18, 3). Ese juez injusto cedió ante la perseverancia de la pobre viuda. En efecto, se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me causa molestias, le haré justicia, para que no venga continuamente a importunarme” (Lc 18, 4-5).
Y el Señor concluye: “¿Y Dios no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿O les dará largas? Os digo que les hará justicia pronto” (Lc 18, 7-8). Se trata del mismo contenido de la primera lectura: Dios espera nuestra oración para defendernos contra el mal, para ayudarnos a superar las contrariedades y vencer en las luchas de la vida.
Hasta aquí el pasaje evangélico avanza en una única dirección, mostrando la importancia y eficacia de la oración. Sin embargo, Cristo añade al final la siguiente pregunta, que parece separarse del contexto: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” (Lc 18, 8).
En realidad, esta pregunta sobre la fe es, al mismo tiempo, una pregunta sobre la oración. Cristo, en efecto, pregunta si en el momento de su segunda venida encontrará la oración que brota de la fe. Esa pregunta encierra en sí una exhortación a cada creyente a hacer que la oración constituya una importante verificación de su fe.
La Iglesia entera está llamada a orar, porque en la oración se manifiestan el deseo y la esperanza de la venida de Cristo, de la venida definitiva de Cristo. Al mismo tiempo, la oración pone de manifiesto la esperanza de la victoria del pueblo cristiano en los múltiples combates que acompañan la peregrinación del hombre en la tierra (…).
Queridos hermanos y hermanas (…), que toda vuestra existencia se convierta en una oración continua, como nos lo recuerda oportunamente la liturgia de este domingo.
En el Aleluya hemos repetido: “La palabra de Dios es viva y eficaz, juzga los deseos e intenciones del corazón” (Hb 4, 12). En cierto sentido, esta expresión de la carta a los Hebreos está relacionada con la segunda lectura, tomada de la segunda carta de san Pablo a Timoteo. En ella, el Apóstol exhorta a su discípulo a extraer abundantemente de la sagrada Escritura la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Jesucristo.
En efecto, el bautizado debe profundizar constantemente en esta sabiduría, si quiere convertirse en un hombre perfecto, dispuesto a realizar toda obra buena (cf 2Tm 3, 16). En particular, deben progresar en esta sabiduría divina los que, como Timoteo, están llamados a anunciar la palabra de Cristo a los hermanos. “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda comprensión y pedagogía” (2Tm 4, 2). Precisamente en este sentido, la palabra de Dios es viva y eficaz, como afirma el Aleluya.
Esta parte de la liturgia de la Palabra, ¿presenta también el tema de la oración? Sí, pero en un sentido diferente al de los otros textos. En efecto, los otros textos ilustran principalmente la oración de impetración, mientras que estos últimos pasajes hablan más bien de la oración contemplativa, que consiste en la familiaridad con la palabra del Dios vivo, capaz de escrutar los sentimientos y los pensamientos del corazón (cf Hb 4, 12). En el ámbito de la oración hay un elemento particularmente importante: no se trata solo de presentar a Dios las necesidades y los deseos de todos los días, sino sobre todo de dejar que Dios actúe en nosotros mediante su palabra divina.
La oración de la mente y del corazón es fundamental para los Apóstoles y para los que son enviados a instruir y guiar a los hermanos en el camino de la plena participación en el reino de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe a Timoteo: “Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos” (2Tm 4, 1).
El Apóstol conjura al discípulo con una expresión radical, para impulsarlo a la acción apostólica: “¡Proclama la Palabra!” (2Tm 4, 2). Esta súplica encierra también, en cierto sentido, una exhortación: ¡Permanece en contacto con la palabra de Dios, que es viva y vivifica! Precisamente la comunión en la oración te permitirá transmitir fielmente el mensaje evangélico a cuantos te escuchan, y construir así la Iglesia, apresurando la venida del reino de Dios a la tierra.
Esto es especialmente actual en la Jornada mundial de las misiones. La carta de Pablo es una carta misionera, que debemos leer y meditar este domingo (…). La Iglesia debe seguir trabajando constantemente para que el Hijo del hombre, cuando vuelva en la gloria, encuentre en la tierra la fe que se expresa en la oración.
Este es el compromiso de toda la Iglesia. Este es también el contenido de nuestra oración: expresión de una fe viva en Dios y llamamiento a una caridad efectiva hacia los hermanos.
De modo especial, quiero orar junto con vosotros en esta jornada tan importante para mí. La Eucaristía es la oración más plena. Celebrando la Eucaristía, participando en esta gran oración de Cristo, nos acercamos a la venida del Señor. Amén».
(2/3) Benedicto XVI, Homilía en Nápoles 21-10-2007 (ge sp fr en it po) (3/3) Benedicto XVI, Homilía de canonización 17-10-2010 (ge sp fr en it po):
«Queridos hermanos y hermanas (…): La liturgia de este domingo nos ofrece una enseñanza fundamental: la necesidad de orar siempre, sin cansarse. A veces nos cansamos de orar, tenemos la impresión de que la oración no es tan útil para la vida, que es poco eficaz. Por ello, tenemos la tentación de dedicarnos a la actividad, a emplear todos los medios humanos para alcanzar nuestros objetivos, y no recurrimos a Dios. Jesús, en cambio, afirma que hay que orar siempre, y lo hace mediante una parábola específica (cf Lc 18, 1-8).
En ella se habla de un juez que no teme a Dios y no siente respeto por nadie, un juez que no tiene una actitud positiva, sino que solo busca su interés. No tiene temor del juicio de Dios ni respeto por el prójimo. El otro personaje es una viuda, una persona en una situación de debilidad. En la Biblia la viuda y el huérfano son las categorías más necesitadas, porque están indefensas y sin medios. La viuda va al juez y le pide justicia. Sus posibilidades de ser escuchada son casi nulas, porque el juez la desprecia y ella no puede hacer ninguna presión sobre él. Tampoco puede apelar a principios religiosos, porque el juez no teme a Dios. Por lo tanto, al parecer esta viuda no tiene ninguna posibilidad. Pero ella insiste, pide sin cansarse, es importuna; así, al final logra obtener del juez el resultado.
Aquí Jesús hace una reflexión, usando el argumento a fortiori: si un juez injusto al final se deja convencer por el ruego de una viuda, mucho más Dios, que es bueno, escuchará a quien le ruega. En efecto, Dios es la generosidad en persona, es misericordioso y, por consiguiente, siempre está dispuesto a escuchar las oraciones. Por tanto, nunca debemos desesperar, sino insistir siempre en la oración.
La conclusión del pasaje evangélico habla de la fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). Es una pregunta que quiere suscitar un aumento de fe por nuestra parte. De hecho, es evidente que la oración debe ser expresión de fe; de otro modo no es verdadera oración. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede orar de modo verdaderamente adecuado. La fe es esencial como base de la actitud de la oración. Es lo que hicieron los seis nuevos santos que hoy se presentan a la veneración de la Iglesia universal».