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Homilías y Angelus de Juan Pablo II y Benedicto XVI para III Domingo Adviento (15-12-2013)

Homilías y Angelus de Juan Pablo II y Benedicto XVI para III Domingo Adviento (15-12-2013)

Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

         (1/3) Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Camilo de Lelis 11-12-1983 (it):

«Queridísimos hermanos y hermanas: El tercer domingo de Adviento es una apremiante invitación a la alegría; y, por las primeras palabras del texto latino de la “antífona de entrada”, se llama domingo de Gaudete (cf Flp 4, 4. 5).

El profeta Isaías invita a la naturaleza misma a manifestar con exuberante regocijo signos de exultación: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa” (Is 35, 1), porque muy pronto verán “la gloria del Señor” (Is 35, 2).

Es la alegría del Adviento que, en el fiel, está acompañada por la humilde e intensa invocación a Dios: “¡Ven!”. Es la súplica ardiente que se convierte en la respuesta del Salmo responsorial de la liturgia de hoy: “¡Ven, Señor, a salvarnos!”.

La alegría del Adviento, típica de este domingo, encuentra su fuente en la respuesta que recibieron de Cristo los mensajeros a quienes envió Juan el Bautista. Este, mientras estaba en la cárcel, habiendo oído hablar de las obras de Jesús, le envió sus discípulos [“para instruirlos, y acaso para traspasarlos al nuevo Maestro” (Pablo VI, Audiencia general 10-2-1971 it po)], con la pregunta crucial, que esperaba una respuesta definitiva: “¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11, 3).

Y esta fue la respuesta de Cristo: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso quien no se sienta defraudado por mí!” (Mt 11, 4-6).

Jesús de Nazaret, en su solemne respuesta a Juan el Bautista, se remite, evidentemente, al cumplimiento de las promesas mesiánicas. Y son las promesas que se encuentran profetizadas en el libro de Isaías, que acabamos de escuchar en la primera lectura:

“Mirad a vuestro Dios… Viene en persona y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa… Lo cruzará una calzada que llamarán Vía Sacra… Por ella volverán los rescatados del Señor. Vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán” (Is 35, 4-10).

Así pues, esto responde Cristo a Juan el Bautista: ¿Acaso no se están cumpliendo las promesas mesiánicas? Por lo tanto, ¡ha llegado el tiempo del primer Adviento!

Nosotros hemos dejado atrás ya este tiempo y, al mismo tiempo, estamos siempre en él. Efectivamente, la liturgia lo hace presente cada año. Y esta es la fuente de nuestra alegría.

Esta alegría del Adviento tiene una fuente propia más profunda. El hecho de que en Jesús se han cumplido las promesas mesiánicas es la demostración de que Dios es fiel a su palabra. Verdaderamente podemos repetir con el Salmista: “El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente” (Sal 146, 6).

El Adviento nos recuerda cada año el cumplimiento de las promesas mesiánicas que se refieren a Cristo, con el fin de orientar nuestras almas hacia estas promesas, cuya realización hemos recibido en Cristo y por Cristo. Estas promesas llevan a los destinos últimos del hombre.

En Cristo y por Cristo “el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente”. En él y por él se abre, de generación en generación, el segundo Adviento, que es el “tiempo de la Iglesia”. Por Cristo la Iglesia vive el Adviento de cada día, esto es, la propia fe en la fidelidad de Dios, que “mantiene su fidelidad perpetuamente”.

El Adviento vuelve a confirmar de este modo en la vida de la Iglesia la dimensión escatológica de la esperanza. Por esto Santiago nos recomienda: “Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (St 5, 7).

En esta perspectiva, la liturgia de este III domingo de Adviento no es solo una invitación a la alegría, sino también a la valentía.

Efectivamente, si debemos alegrarnos en la serena esperanza de la plenitud futura de los bienes mesiánicos, también debemos pasar con valentía por medio y por encima de la realidad temporal y transitoria, con la mirada y el interés dirigidos a lo que es eterno e inmutable.

Esta valentía nace de la esperanza cristiana y, en cierto sentido, es la misma esperanza cristiana.

La invitación a la valentía resuena en la profecía del libro de Isaías: “Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis” (Is 35, 3).

El Adviento, como dimensión estable de nuestra existencia cristiana, se manifiesta en esta esperanza, que comporta, al mismo tiempo, la valentía “escatológica” de la fe.

Esta valentía –fuerza de la fe– es, como dice el Profeta, magnanimidad. Y es, a la vez, paciencia. Es parecida a la paciencia del labrador que “aguarda pacientemente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía” (St 5, 7). Y añade Santiago: “Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca” (St 5, 8).

El Evangelio de este domingo nos presenta un ejemplo espléndido de esta paciente magnanimidad: Juan el Bautista. Jesús habla de él a la multitud en términos elogiosos: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?… ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta” (Mt 11, 7-9). Y añade: “No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él” (Mt 11, 11).

La fe magnánima y la valentía paciente de la esperanza nos abren a todos el camino para el reino de los cielos. Esta fe magnánima y esta valentía paciente quiero desear hoy a todos los fieles (…).

Que se renueve en todos vosotros la invitación a la alegría del Adviento que resuena en la liturgia de este domingo. Que se renueve, al mismo tiempo, la invitación a la esperanza magnánima, que tiene su fuente en la valentía sobrenatural de la fe.

Cultivemos con paciencia la tierra de nuestra vida, como el labrador que “aguarda paciente el fruto valioso de la tierra”. Este fruto se manifestará en la venida del Señor. Amén».

(2/3) Benedicto XVI, Homilía en la parroquia de San Maximiliano Kolbe 12-12-2010 (ge sp fr en it po): «Queridos hermanos y hermanas (…), la liturgia de hoy –con las palabras del apóstol Santiago que hemos escuchado– nos invita no solo a la alegría sino también a ser constantes y pacientes en la espera del Señor que viene, y a serlo juntos, como comunidad, evitando quejas y juicios (cf St 5, 7-10).

Hemos escuchado en el Evangelio la pregunta de san Juan Bautista que se encuentra en la cárcel; el Bautista, que había anunciado la venida del Juez que cambia el mundo, y ahora siente que el mundo sigue igual. Por eso, pide que pregunten a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? ¿Eres tú o debemos esperar a otro?”.

En los últimos dos o tres siglos muchos han preguntado: “¿Realmente eres tú o hay que cambiar el mundo de modo más radical? ¿Tú no lo haces?”. Y han venido muchos profetas, ideólogos y dictadores que han dicho: “¡No es él! ¡No ha cambiado el mundo! ¡Somos nosotros!”. Y han creado sus imperios, sus dictaduras, su totalitarismo que cambiaría el mundo. Y lo ha cambiado, pero de modo destructivo. Hoy sabemos que de esas grandes promesas no ha quedado más que un gran vacío y una gran destrucción. No eran ellos.

Y así debemos mirar de nuevo a Cristo y preguntarle: “¿Eres tú?”. El Señor, con el modo silencioso que le es propio, responde: “Mirad lo que he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo con la fuerza, sino que he encendido muchas luces que forman, a la vez, un gran camino de luz a lo largo de los milenios”.

Comencemos aquí, en nuestra parroquia: san Maximiliano Kolbe, que se ofreció para morir de hambre a fin de salvar a un padre de familia. ¡En qué gran luz se ha convertido! ¡Cuánta luz ha venido de esta figura! Y ha alentado a otros a entregarse, a estar cerca de quienes sufren, de los oprimidos. Pensemos en el padre que era para los leprosos Damián de Veuster, que vivió y murió con y para los leprosos, y así llevó luz a esa comunidad. Pensemos en la madre Teresa, que dio tanta luz a personas, que, después de una vida sin luz, murieron con una sonrisa, porque las había tocado la luz del amor de Dios.

Y podríamos seguir y veríamos, como dijo el Señor en la respuesta a Juan, que lo que cambia el mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad, de la bondad de Dios, que es el signo de su presencia y nos da la certeza de que somos amados hasta el fondo y de que no caemos en el olvido, no somos un producto de la casualidad, sino de una voluntad de amor.

Así podemos vivir, podemos sentir la cercanía de Dios. “Dios está cerca” dice la primera lectura de hoy; está cerca, pero nosotros a menudo estamos lejos. Acerquémonos, vayamos hacia la presencia de su luz, oremos al Señor y en el contacto de la oración también nosotros seremos luz para los demás.

Precisamente este es el sentido de la iglesia parroquial: entrar aquí, entrar en diálogo, en contacto con Jesús, con el Hijo de Dios, a fin de que nosotros mismos nos convirtamos en una de las luces más pequeñas que él ha encendido y traigamos luz al mundo, que sienta que es redimido.

Nuestro espíritu debe abrirse a esta invitación; así caminemos con alegría al encuentro de la Navidad, imitando a la Virgen María, que esperó en la oración, con íntimo y gozoso temor, el nacimiento del Redentor. Amén».

(3/3) Benedicto XVI, Ángelus 16-12-2007 (ge hr sp fr en it po); 12-12-2010 (ge hr sp fr en it po); Juan Pablo II, Ángelus 16-12-2001 (ge sp fr en it po); 12-12-2004: el “belén” (ge sp fr en it po).

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